Es comprensible, no siempre queremos respuestas largas o complejas a los desafíos que enfrentamos, tampoco en Venezuela. En gran medida, se consumen mensajes fáciles, cortos, épicos, que confirmen lo que ya intuían antes de leerlos. Muchos medios, de hecho, se han dedicado a cultivar «el sensacionalismo» del mensaje y no necesariamente su contenido. Es popular quien comparte una opinión sesgada, cargada de emociones, apoyándose en teorías de conspiración, o un ad hominem; no así quien intenta explicar y desmenuzar fenómenos complejos. La desinformación ha secuestrado la política y también marca la pauta de muchas interacciones sociales.

En la Venezuela de hoy, pudiéramos caer en la tentación de rechazar la reflexión, el debate de ideas, la autocrítica, el análisis histórico del conflicto, entre otras razones, porque vivimos en tiempos de emergencia humanitaria y, ahora, pandemia. ¿Para qué tendríamos que intercambiar ideas o discutir si todo está muy claro? El único responsable de nuestros males es Chávez y el movimiento que él creó. Ya Estados Unidos afirma lo que aparentemente sabíamos desde siempre: los que hoy ejercen el poder en Venezuela son narcotraficantes y terroristas. No hay más nada que discutir, ¿correcto? Sí y no.

Sí, el chavismo acabó con las instituciones democráticas ya golpeadas, destruyó la economía, generó más dolor y más resentimiento, tergiversó nuestra historia, normalizó la violencia, separó a las familias, causó un éxodo nunca visto en la región, condujo al país hacia una emergencia humanitaria compleja. Pudiera seguir enumerando déficits sistémicos, pues la destrucción es casi infinita.

Ahora bien, desde hace algún tiempo se ha impuesto una narrativa simplificadora de nuestra historia y nuestro conflicto. El populismo autoritario parece haber sembrado en tierra fértil y la polarización aparenta ser indomable. En otras palabras, una parte del liderazgo político, influencers o analistas plantean una lectura binaria de la compleja realidad venezolana. Frases como “la lucha del bien contra el mal”, “ellos vs nosotros”, “el único problema de Venezuela es el comunismo”, “quien no apoye a Juan Guaidó es un colaboracionista”, se leen en las redes sociales, pero también se escuchan en conferencias o conversaciones entre paisanos. La reproducción de estas ideas binarias tiene un alcance importante, pues nuestra sociedad está adolorida y agotada. Puede resultar más atractivo en el corto plazo refugiarse en esos mensajes para calmar el dolor que vivimos. Sin duda,»comprar» esas narrativas en una Venezuela, en la cual la tragedia es el día a día, puede ser más tolerable que investigar, indagar o cuestionar. Esa división absolutista de la sociedad en dos polos iguales es excluyente y, por tanto, cierra las posibilidades de un entendimiento plural. Arrinconar, estigmatizar o perseguir bajo el imperativo moral de acabar con “el mal”, no solo es antidemocrático, sino también muy peligroso. La historia universal lo confirma.

Atravesamos tiempos de pandemia, en los cuales el virus no está distinguiendo entre “ricos y pobres”, “liberales y conservadores”, “migrantes y nacionales”, o en nuestro caso, entre “opositores y chavistas”. Precisamente lo que ha demostrado la penetración veloz del covid-19 es que, de una u otra forma, todas las personas nos beneficiamos o padecemos las consecuencias de un mundo globalizado. Vivimos en un mundo interconectado. Y si bien varios movimientos (ultra)conservadores insisten en fortalecer las fronteras, el coronavirus las ha traspasado todas. Somos iguales en nuestra vulnerabilidad y por ello, hoy más que nunca, debemos enfrentarla fortaleciendo la cooperación.

Simplificando la compleja realidad en la que nos desenvolvemos perdemos todas y todos. Los análisis reduccionistas y populistas son, sin duda alguna, seductores, pero no permiten ir más allá del problema que plantean. De esta forma pueden crear estancamiento, grietas, y generan aún más odio. Pensar en el “todo o nada” puede imposibilitar el entendimiento de las partes. Al no insistir -desde ya- en una deliberación plural y con respeto, pudiéramos estar alargando el regreso de la democracia a nuestro país. Disentir no es un pecado, exigir transparencia en el discurso y acciones políticas tampoco lo es. Estas son dos condiciones muy básicas, entre muchas otras, para el funcionamiento de un sistema democrático.

El liderazgo y la ciudadanía están a prueba. Considero que debemos resistir ante la tentación del pensamiento simplista y excluyente, por más difícil que sea. Hemos padecido por más de dos décadas las consecuencias del populismo autoritario, y, con este, la división de nuestra sociedad. En el llamado de Juan Guaidó a conformar un gobierno de emergencia nacional se abre una pequeña ventana para la unión. Insistamos en ella y diferenciémonos así de ese proyecto autoritario que tanto rechazamos.


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