Un hombre convertido en estatua de mármol. Las generaciones posteriores, inclinadas ante él, hacen una reverencia al «Libertador de América», ya instalado en el imaginario colectivo como un símbolo republicano de justicia, progreso y benevolencia. El Estado, azuzando al patriotismo, le rinde un culto centenario que ya ha permeado en el grueso de la población. ¿Qué papel puede desempeñar el rigor histórico cuando el objetivo es despertar pasiones y estimular el sentimiento nacional? Simón Bolívar se convierte entonces en un eco más de la llamada de la tribu, como diría Popper.

Del Bolívar de carne y hueso, convertido en instrumento político, no queda ni la sombra. Es como si la realidad multifacética, contradictoria y dinámica de la condición humana hiciera en él una excepción, dotándolo únicamente de valentía, generosidad, benevolencia y heroísmo. Lo cierto es que el brillante militar de Boyacá es el mismo que firmó el Decreto de Guerra a Muerte, tenebroso hecho histórico. El hábil autor del Manifiesto de Cartagena y la Carta de Jamaica fusiló a Manuel Piar, héroe militar independentista, debido a un cálculo político. Aquel que celebraba a los americanos con un verso inflamado no dudaba en insultar a poblaciones enteras cuando no se sometían cabalmente a su mandato, tal como fue el caso con peruanos y quiteños, a quienes llegó a llamar «viciosos hasta la infamia y bajos hasta el extremo».

Bolívar fue un militar valiente, un estratega habilidoso, un escritor perspicaz y el eje gravitacional  de la independencia de cinco naciones. Esto es indudable. Al mismo tiempo fue terriblemente cruel, injusto y megalomaniaco. Al observar y aceptar ambas facetas nos acercamos a la verdad histórica y dejamos atrás el fanatismo patriótico. Este, más que basarse en hechos, los distorsiona apelando al visceralismo tribal del cual todos somos potenciales víctimas.

Bolívar es el principal tótem de la mitología republicana en Venezuela. Chávez, en su acostumbrado patetismo, le dedicó un mausoleo entero. Bolívar, decía el difunto, es un «fuego sagrado» al que se debe mantener vivo. ¿Y cómo no, cuando se le considera el «padre de la patria»? La idea bolivariana se convierte en nuestro caso en uno de los pilares de esa ficción colectiva llamada «patria». Un concepto tribal, hacedor de identidades y forjador de fronteras mentales que entorpecen el acercamiento global y estimulan la xenofobia. Es un vocabulario digno de los dos siglos pasados, plagados de ideologías, pero que en la era de la globalización no debería ser más que una reliquia de diccionario.

El patriotismo, como hemos visto tantas veces, facilita y estimula la creación de mentalidades nacionalistas, chovinistas. Pero claro, América Latina no aprendió las lecciones del fascismo, no las vivimos en carne propia. Los pueblos no aprenden en cabeza ajena, dice la sabiduría popular. La obsesiva identificación con el suelo en el que nacimos, un mero accidente geográfico, tiene consecuencias potencialmente nefastas. Más allá de eso, enorgullecerse de un hecho que escapó a nuestra voluntad pareciera perfectamente irracional cuando se le mira de cerca.

El patriotismo, con sus héroes y cultos, se convierte en una manera más de conllevar el Absurdo que describió Camus. El francés hablaba persuasivamente de un conflicto entre la búsqueda de un sentido intrínseco a la existencia y la evidente falta de ese sentido. En esta circunstancia, compleja y confusa, entregarse a un sentimiento de pertenencia colectivista es especialmente tentador. El ser humano, un mamífero social, se ve conmovido ante la idea de ser parte de un grupo, especialmente cuando dicha comunidad está representada por héroes de la talla de Bolívar.

He ahí el papel histórico del culto bolivariano: estimular el orgullo patriótico, que se le infle el pecho al ciudadano al pensar que nació en algún rincón de los 916.000 km2 del territorio llamado Venezuela, el mismo que vio nacer al «padre de la patria», al «Libertador de América», fuego sagrado del pueblo americano. La gesta independentista de Bolívar, debido a su carácter épico, es especialmente eficaz en la reproducción de este sentimiento.

Simón Bolívar es un personaje de la historia universal, nadie lo va a dudar. Sus aciertos solidificaron la Independencia y su imagen exhaltada dio coherencia a un movimiento que por sus dimensiones amenazaba con resquebrajarse. Su presencia fue decisiva, su liderazgo necesario. Pero Bolívar, a su vez, estaba guiado por la ambición y una indudable megalomanía, era vengativo y por momentos despiadado. Caricaturizar favorablemente a la historia en nombre de un sentimiento patriótico nos hace un flaco favor. Recordemos a los seres de carne y hueso, no a las estatuas de mármol, esculpidas y pulidas por discursos corrosivos.


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