Ilustración: Juan Diego Avendaño

“26 de noviembre de 1820 … ¡O día eternamente feliz en que la especie humana ha visto firmarse el tratado más Santo que ha podido convenirse!” Así calificaba tal fecha la Gazeta Extraordinaria de Bogotá en edición del domingo 17 de diciembre de 1820 al anunciar la firma del Tratado de regularización de la guerra por representantes de España y de Colombia, primera expresión positiva del derecho internacional humanitario. Lo ignoran los jerarcas del régimen venezolano, silenciosos ante el “pogrom” cometido por terroristas de hamas el pasado 7 de octubre, origen de la guerra en Gaza, territorio palestino. Conviene recordarlo.

La guerra es una de las actividades humanas más antiguas; y también de las más extendidas. Desde los primeros tiempos las sociedades trataron de resolver los conflictos de intereses mediante el uso de la fuerza y la violencia. Los relatos y epopeyas antiguas relatan los enfrentamientos en los que participaban, incluso, los dioses protectores de cada pueblo. Ninguna norma regulaba las acciones. Con las primeras entidades políticas organizadas aparecieron formalidades, como las del código de Hammurabi de Babilonia (s. XVIII aC) o de las Leyes de Manú (de la antigüedad hinduista), que debían cumplirse en diferentes momentos. Pero, no contenían, sin disposiciones que regularan la conducta en los combates o frente a los ajenos a la contienda. No existían tratados que obligaran al cumplimiento de reglas, por lo que   imperaba la destrucción, la crueldad, la muerte. En realidad, los jefes guerreros, magnánimos o crueles, imponían las formas de la lucha.

Desde antes de nuestra era hubo quienes quisieron proteger a la gente en tiempos de guerra; y mejorar la suerte de los combatientes, especialmente de los vencidos. Los movían ideas filosóficas o sentimientos religiosos. Son numerosos los testimonios de compasión. Sin embargo, en Occidente, aunque el cristianismo (“Amad a vuestros enemigos”, Lc. 6,35) se impuso en casi todo el Imperio, durante la Edad Media y los inicios de los tiempos modernos se mantuvieron las prácticas antiguas. “La violencia y el terror son muy propios de la guerra” asentó Hugo Grocio en 1625. Desde el siglo XVIII un nuevo espíritu, inspirado en una concepción integral del hombre, exigió otro comportamiento. Erradamente se mencionan como primeras expresiones las «Instrucciones para la conducción de los ejércitos de Estados Unidos en campaña» (1863) de Abraham Lincoln y la Convención de Ginebra (1864) sobre la situación de los prisioneros.  Son anteriores los Tratados de 1820-1824.

El Derecho Internacional Humanitario (DIH) es una rama del derecho público formado por el conjunto de principios y normas que tienen por objeto evitar o limitar el sufrimiento humano y los daños innecesarios durante los conflictos armados. Según algunos, debe extenderse a otras situaciones que causen efectos similares. Es, pues, un derecho de excepción. No pretende impedir las guerras (lo que escapa en realidad a normativas jurídicas). Tampoco establecer condiciones para iniciarlas ni reglamentar las acciones de los ejércitos que combaten (lo que corresponde al Derecho Internacional Público). Atiende la situación de las personas que no participan o han dejado de hacerlo en los enfrentamientos bélicos, e intenta restringir y regular los medios, instrumentos y métodos de lucha. Encuentra su fundamento en la dignidad esencial de todos los hombres que tienen un origen común y son iguales. “Todos somos hombres, todos nos respetaremos”, escribió el comentarista bogotano de 1820.

La difusión de la creencia en que la dignidad esencial de todos los seres humanos debe ser respetada por los individuos y por la sociedad, que se ha producido en los dos últimos siglos, ha impulsado el desarrollo del DIH. Poco a poco se ha precisado su objeto, así como las bases sobre los que se fundamenta y el carácter de sus normas.  Es imperativo, pues está integrado por principios y normas jurídicas (de origen convencional o consuetudinario). Por su objeto concierne a todos los estados, pues todos tienen interés en que los derechos humanos sean protegidos, lo que ha sido expresamente reconocido por la Corte Internacional de Justicia. Ha sido erigido sobre el principio “pro homine” según el cual las normas que protegen los derechos de los individuos deben siempre ser interpretadas en el sentido que más favorezca a ellos; y deben ser aplicadas en forma amplia y dinámica.

Tiempo hacía, en 1820, que los ejércitos republicanos habían abandonado las prácticas de los años terribles. Lo atestiguaban entonces el gral. J.A. Páez en los Llanos y el comandante Mariano Montilla al norte de Nueva Granada. Y el Libertador lo proclamó en Carache (14.10.1820): “Nadie tema al Exército Libertador que no desea empañar sus armas con la muerte”. Aunque nada menciona sobre esto en la invitación (26.10.1820) a Pablo Morillo para acordar un armisticio, el 3 de noviembre siguiente le propone un “tratado que regularice la guerra de horrores y crímenes que hasta ahora ha inundado a Colombia”. El tema lo angustiaba. El 10 de ese mes escribió a Santander: “tengo la cabeza llena de ideas pacíficas y militares que me atormentan noche y día … jamás me he ocupado tanto de un negocio como del presente tanto que el día lo paso en pen­sar y la noche en soñar”.

Los comisionados de las partes (encabezados por Antonio José Sucre por la República de Colombia y Ramón Correa por el Gobierno Español) acordaron firmar un armisticio (por un lapso de seis meses) y un tratado de regularización de la guerra contentivo de normas para “regular” esa actividad, “conforme al derecho de gentes y a las prácticas más liberales, sabias y humanas, de los pueblos civilizados”. Contenía disposiciones sobre la atención a los heridos, la situación de prisioneros y desertores, el respeto y seguridad debidos a los pueblos ocupados, el tratamiento de los cadáveres de los caídos, así como penas para los infractores. Los tratados de Trujillo, que reconocieron la existencia de Colombia, constituyen – según Baralt – uno de los grandes éxitos políticos de Bolívar. El segundo sirvió de referencia para las capitulaciones posteriores: Pichincha-Quito y Berruecos-Pasto (1822) y Ayacucho-Perú (1824). Y es considerado el antecedente moderno más importante del Derecho Internacional Humanitario.

Las guerras no terminaron. La independencia de las naciones americanas y la derrota de Napoleón no pusieron término a los conflictos bélicos. En el nuevo continente las luchas políticas no se encauzaron a través de contiendas democráticas sino mediante pronunciamientos militares y guerras civiles. Y en el viejo continente se intentó realizar las aspiraciones de los nuevos actores sociales por medio de cruentas revoluciones. De otro lado, los intereses económicos movieron a las potencias a la expansión, lo que se tradujo en la conquista de pueblos y territorios en todo el planeta, especialmente en África, Asia y Medio Oriente. Como las ambiciones de los más fuertes chocaban entre sí, el mundo se incendió dos veces. El final (atómico) de la última gran guerra no marcó el de las contiendas bélicas, que se multiplicaron por distintas razones. Continúan hoy. Recuerdan que son necesarias normas para “regularizarlos”, porque nunca se podrán humanizar.

El Derecho Internacional Humanitario ha alcanzado gran relevancia. Paradójicamente, no es signo de un mayor respeto por la persona humana, sino de la necesidad de mejores normas para protegerla. En efecto, se han dictado muchas y se han firmado varios tratados. A raíz de la persecución, desde antes de la segunda guerra mundial, de ciertos grupos por los estados de los cuales eran ciudadanos la comunidad internacional adoptó medidas para intentar evitar su repetición. Posteriormente, con ese propósito, aceptó la intervención de un estado o de una organización internacional en otro: la intervención de humanidad (en beneficio de nacionales en territorio extranjero) y la humanitaria (en favor de la población de otro estado). Además, la doctrina ha propuesto el reconocimiento de la responsabilidad de la comunidad internacional en la materia y del derecho de los pueblos a la asistencia y protección. Son conceptos en discusión que muestran una evolución positiva.

Los países que formaron Colombia la Grande (Nueva Granada, Venezuela, Quito y Panamá) deberían decretar el 26 de noviembre como “día del humanitarismo”. Y llevar una proposición similar a las Naciones Unidas. Además, para que la conmemoración sea expresión del concepto, promover la realización de actividades que reflejen “compasión por las desgracias de otras personas”. Serviría de homenaje a Simón Bolívar, Libertador de seis naciones, creador del sistema interamericano y autor del acercamiento de Hispanoamérica a la Santa Sede. “Os estaba reservado – escribió el editor de la Gazeta mencionada – este nuevo timbre, más glorioso que todos los que os inmortalizan.”

Jesús Rondón Nucete es profesor titular de la Universidad de los Andes (Venezuela)

X: @JesusRondonN  


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