El final de un siglo XX funcionó como un gran campo de experimentación de las más diversas fórmulas ideológicas por parte de concepciones voluntaristas de la política, de la economía, de los sistemas de gobierno y las formas del Estado. El balance es a todas luces positivo, si partimos de la premisa de que la travesía derivó en un aparente triunfo (casi) universal de los principios y procedimientos de la democracia liberal, los derechos humanos, las garantías constitucionales y demás aspectos en función o beneficio del ciudadano y ser humano.

El siglo XXI es mucho más complejo que el siglo XX, porque la sociedad y el mundo se hicieron complejos precisamente por la cantidad de variables, factores y aspectos que han rediseñado la vida, la convivencia, el devenir actual está definido por avances y retrocesos, marchas y contramarchas si partimos de que en muchas áreas y ámbitos hemos avanzado, e incluso hemos consolidado una institucionalidad global. Sin embargo, hay intermitencia o una suerte de ralentización de la democracia que luego de una etapa de expansión registra fatiga, deterioro, algunos dirían que hastió en ciertas regiones y países.

La política debe resituarse y especialmente la política democrática en la necesidad de servir, de ser portadora de proyectos, esperanzas, logros y volver a cautivar a ese ciudadano impolítico o incluso antipolítico, un ciudadano que pareciera contradice su esencia de ciudadano al huir, a no participar. El filósofo político Luis Salazar ha precisado que en el siglo XIX lo que privaba en algunos ciudadanos era el miedo a las masas y a la democracia, en el siglo XX se logró avanzar en muchos órdenes, en el siglo XXI predomina la mala fama de la política, más aún, encontramos en muchos ciudadanos una visión no solo desencantada, sino profundamente negativa de la política.

De manera que la política ha pasado de ser un proyecto colectivo noble y de servicio a sinónimo de desarraigo, engaño y casi acertijo. La política como proyecto, como ciencia y arte vuelve a ser tema en importantes debates y foros que tienen casi en común una visión crítica o negativa de esta última, partiendo del estado en que se encuentra y que genera un impacto tremendo en nuestros ciudadanos conmovidos, muchas veces con esperanzas y también muchas veces traicionados con esta última.

Son muchos los autores consagrados que señalan de forma contundente y responsable que a la política le corresponde tomar decisiones y ofrecer cauces que den cuerpo a la igualdad política, estimular la participación y movilizar al ciudadano, aspectos estos últimos si no en franco declive sí replanteados en la contemporaneidad. Para ello hay que empezar por identificar los signos más visibles de la debilidad democrática y plantear correctivos. En especial, de esa debilidad que acentúa la distancia y desprestigio de la política y que amenaza con convertirla en un formalismo sin sustancia ni credibilidad.

La insatisfacción con la política en América Latina y Venezuela se constituye como un caso paradigmático y emblemático (lo hemos señalado de forma reiterada y hasta la saciedad) tiene mucho que ver con el funcionamiento de nuestras democracias y con las instituciones. Y en ese sentido, los ciudadanos esperan y desean que la política, al igual que la democracia, integre unos valores y contenidos mínimos que nunca debieron estar relegados en el mejor de los casos y ausentes en el peor de los casos. Todos los populismos, militarismos y regímenes híbridos sin excepción pescan en rio revuelto, esos regímenes y modelos no prosperan en contextos con una institucionalidad fuerte o consolidada, la precariedad de la democracia y la política ruin se convierten en el caldo de cultivo idóneo para cautivar a los ciudadanos incrédulos, indignados o en situación de cierta histeria o molestia.

Lo cierto del caso es que “el malestar de la política” es un fenómeno e indicador que deber ser traducido e interpretado por la ciencia política. De entrada expresa desconcierto, cuestionamiento y hasta desarraigo. Queramos aceptarlo o no, la crisis de la política ha traído consigo el debilitamiento de los sentidos compartidos y de los lazos de los ciudadanos para con la política, provocando una sensación u estado de vacío, de rechazo y hasta nihilismo.  Tal vez encontremos que la presencia del nihilismo del cual nos hablan algunos autores no es más que la expresión del desarraigo frente a la política y de la pérdida del sentido y valoración de la comunidad como sumatoria de las iniciativas y lazos ciudadanos.

Vivimos tiempos de cambio, de modernidad líquida, como diría Zygmunt Bauman, aspecto que implica volver a pensar los conceptos, las categorías, los útiles teórico metodológicos alrededor de la democracia, la política, el Estado, la ciudadanía, el trabajo, la familia y demás.  Ciertamente, como lo precisó Alfredo Ramos Jiménez hace unos años, “a los latinoamericanos de hoy se nos impone, tal vez más que antes, la tarea que consiste en proceder a una relectura detenida de los clásicos modernos y contemporáneos. Y, ello a fin de conjurar los peligros de una política democrática extraviada, autista y autosuficiente que, abandonando el ejercicio crítico, habría de provocar unas cuantas consecuencias negativas entre los ciudadanos”.

El malestar de la política se presenta como una situación que va de la mano y es consecuencia al mismo tiempo de la pérdida de sentidos, de horizontes y certezas en su lugar emergen incertidumbres en todos los ámbitos, incluso encontrando una despolitización y exclusión que por momentos divorcia  cada vez al ciudadano de la política como instancia que se torna incapaz de incidir favorablemente en la producción de órdenes y niveles de vida más dignos consustanciados con un verdadera condición humana y ciudadana. Además, registramos en la óptica de autores desde Norberto Bobbio pasando por Luigi Ferrajoli hasta llegar a Gustavo Zagrebelsky, no solo el replanteamiento de la soberanía o jurisdicción sino el acecho de poderes oscuros u ocultos que forman parte del Estado fallido o frágil.

Nos corresponde repensar los esquemas y las propuestas enarboladas en perspectiva critica y revisionista de una gama variopinta de pensadores y autores europeos como Daniel Innerarity, Agapito Maestre, Norbert Bilbeny, Fernando Vallespín, Adela Cortina o Victoria Camps, Norberto Bobbio, Roberto Esposito, Giacomo Marramao, Michelangelo Bovero, Biaggio De Giovanni, Leonardo Morlino, Danilo Zolo y Elio Pintacuda, Guy Hermet, Pierre Rosanvallon, Tzvetan Todorov, Alain Rouquié y la saga de autores y pensadores latinoamericanos entre ellos, César Cancino, Norbert Lechner, Fernando Mires, Néstor García Canclini, Ángel Flisfisch, Alfredo Ramos Jiménez, Manuel Antonio  Garretón y otros, casi todos tienen en común que son partidarios de la imperante necesidad de repensar la política democrática.

El siglo XXI sin dudas es complejo y mutante. Nos corresponde pausar y más allá de ciertas tesis o posturas fatalistas, estamos llamados a desgranar los elementos y fenómenos que si bien son intrincados y difíciles (sobre todo por sus efectos) como la globalización, la mutación, el genoma humano, la transexualidad, el terrorismo, la emergencia constante de pandemias, virus y enfermedades, la clonación, el resurgimiento de populismo y autoritarismos de diverso cuño y espectro político ideológico, el estancamiento y deterioro de la democracia, la proliferación fanatismos y radicalismos religiosos y políticos, entre otros fenómenos que exigen meditación, análisis, tratamiento y respuestas de parte de las ciencias sociales y ciencias naturales, de la academia global y de los mortales.

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