A modo de resumen de fin de año, tenemos que la Rusia de Putin sigue atacando a Ucrania, y con ello, al sistema de valores basado en el respeto a las normas internacionales que permiten una arquitectura de relacionamiento entre iguales, así como a la democracia. Las consecuencias económicas de la invasión ya se sienten en el abastecimiento y comercio mundial, y en las tendencias inflacionarias en países cuyos índices de precios son tradicionalmente estables.

En Europa, se evidencia la presencia de corrientes contradictorias que, por una parte, desean mantener los estándares de vida a los que los ciudadanos están acostumbrados, pero, por otra, sin comprometerse demasiado con el sistema político y económico que ha hecho posible esos niveles de bienestar. Antes por el contrario, se percibe como se repiten nuevos ciclos que abonan al deterioro y la lenta pero sostenida desaparición del sistema democrático, a través del debilitamiento de las instituciones y el Estado de derecho en varios de sus países.

En China, el enlentecimiento de la economía impulsa una nueva política de salud pública, que pasa de la draconiana estrategia de “COVID-cero” a la de inmunización de rebaño, sin que se tenga del todo claro cuáles serán las consecuencias en el resto del mundo, y sin saber si se han organizado las previsiones para un eventual repunte, todo ello llevado a cabo por un gobierno totalitario que no le rinde cuenta a nadie.

En Estados Unidos, por su parte, con su sistema político sometido a prueba, se enfrenta a la intolerancia y la polarización no sólo en la sociedad en general, sino en la capacidad del Congreso de llegar a acuerdos bipartidistas y aprobar leyes, en un clima de inflación y tensión económica. El costo de la guerra en Ucrania y su prolongación hacia un segundo año, además de las dificultades para llegar a acuerdos significativos con China, muestran cómo las agendas interna y externa están estrechamente interrelacionadas.

Ante este escenario, hemos visto con mayor dinamismo una pretendida imposición del más fuerte como el recurso más a mano de buena parte de estos actores de mayor peso específico. Para conseguir ese objetivo, baste observar la permanente negociación y renegociación de alianzas ideológicas, comerciales, o simplemente oportunistas entre Estados, baste ver la fragmentación de bloques y las complicadas relaciones de los distintos grupos de países y entre países. La principal característica de este sistema multipolar que se consolida es, pues, ese constante movimiento de las fuerzas geopolíticas para mantener un balance, frágil, cambiante, y la mayoría de las veces, de corta duración.

En contraposición a ello, hemos visto cómo los principales actores de la comunidad internacional prefieren la proliferación de alianzas puntuales en vez de fortalecer el multilateralismo como fórmula para garantizar una relativa estabilidad y predictibilidad, al tiempo que nos permita salir de ese esquema de dominio confuso y sobre todo basado exclusivamente en el poder, que parece cobrar un nuevo impulso en el actual contexto mundial.

Ya lo decía en su mensaje de fin de año el secretario general de la ONU ante el Consejo de Seguridad: los retos globales se manejan mejor desde el multilateralismo. Desde un multilateralismo más vigoroso, constructivo, amplio y en el que los Estados estén comprometidos a que el mismo arroje resultados que pueda lidiar de manera efectiva con unas amenazas globales cada vez más interconectadas.

Cierto es que la ONU ha arrojado no pocas veces resultados mediocres, que no ha logrado evitar la guerra o luchar contra el terrorismo, y que seguimos arrastrando prácticamente los mismos problemas luego de 76 años de existencia de la ONU, a los que a través de los años se le han sumado nuevos desafíos.

Pero, tal como decía Guterres, incluso en los momentos más oscuros de la Guerra Fría, la capacidad de tomar decisiones de manera colectiva permitía mantener en funcionamiento un sistema de seguridad colectiva, que hoy por hoy parece desvanecerse, y que evitó un conflicto militar entre las grandes potencias impidiendo así una catástrofe nuclear.

Sin embargo, la situación actual nos tiene al borde de una nueva guerra mundial, y hoy en día es más probable un ataque nuclear de lo que ha sido desde la crisis de los misiles en los años sesenta del siglo pasado.

Por otra parte, el ambiente geopolítico actual no nace de la nada, más bien es producto del deterioro de las ideas que prevalecieron luego de finalizada la Segunda Guerra Mundial, en las que se privilegiaba la promoción del sistema democrático (algunos dirán que como herramienta propagandística de un Occidente dominante, poderoso y triunfante) basado en los derechos humanos, y del surgimiento de nuevos actores con un relativo nivel de desarrollo económico que compite, ciertamente, con aquellas potencias dominantes de mediados del siglo XX. Un reflejo de ello podría ser, por ejemplo, la forma de expresarnos públicamente que hemos ido aceptando como norma en las últimas décadas. Las redes, y e indudablemente algunas agendas políticas, han degradado el debate y la discusión a espacios polarizados, intolerantes, donde impera la cultura de la cancelación y el discurso de odio, las posiciones suma-cero, el utilitarismo en el uso de conceptos y programas políticos, o incluso de problemas científicos, como pueden ser el cambio climático y la propia pandemia del COVID-19.

Como sabemos, y hemos visto, todo esto afecta nuestra capacidad de construir y fortalecer las democracias, atenta contra el desarrollo de los países y en definitiva, contra su estabilidad social.

Este círculo vicioso no solo lo vemos en las disputas partidistas o nacionales, sino que también ha llegado al multilateralismo de la ONU, organización que, como expresión de quienes en definitiva la financian y definen su agenda, parece languidecer ante la mirada miope de quienes consideran que cualquier forma de unilateralismo, de supremacía regional o mundial, es preferible a la atadura de manos que puede suponerentenderse de acuerdo con un cuerpo de normas y que se decida por consenso o por debate.

En su discurso, Guterres anuncia que en 2023 presentará a los miembros de la ONU una Nueva Agenda para la Paz en la que desplegará una serie de alternativas para actualizar el sistema, y que permita cambiar de curso, manejar los temas de manera interdisciplinaria y con un mayor impacto. Sugiere desde ya que desarrollará un conjunto de normas, de herramientas de corto, mediano y largo plazo, así como acciones a nivel local, nacional, regional o global, en tierra, mar, ciberespacio y espacial que presentará a los Estados Miembros para su discusión. Propone, además, articular una visión para un mundo en transición para el que buscará con los Estados miembros “nuevos marcos para reforzar las soluciones multilaterales y gestionar una intensa competencia geopolítica” que incluya reconocer los vínculos entre muchas formas de vulnerabilidad, los derechos humanos, la fragilidad del Estado y el estallido de conflictos. Guterres, además, exige de los miembros que se creen nuevas normas, reglamentos y mecanismos de rendición de cuentas que permitan el fortalecimiento del sistema allí donde se han evidenciado lagunas.

No puedo sino desearle suerte al secretario general de la ONU en la tarea titánica que propone en medio de un tablero internacional, que, como vemos, es bastante desolador.

Porque si seguimos así, es negro el porvenir multilateral.


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