BARRO

Hay circunstancias en la historia de una nación, en las cuales, el alcance de ciertas respuestas políticas, a una consulta electoral, trasciende su significado específico. En España tendríamos varios ejemplos, uno de ellos el ocurrido en abril de 1931, cuando la interpretación cualitativa, subjetiva y partidista, de los resultados de las elecciones municipales, relegó la esencia de la democracia, lo cuantitativo, a un segundo plano, propiciando un cambio de régimen. Los monárquicos ganaron aquellos comicios en cuanto a número total de sufragios obtenidos, de municipios y de concejales. La argumentación de los republicanos fue entonces, que debían considerarse unos votos de mayor «calidad» que otros; es decir, los emitidos en los principales núcleos urbanos, frente a los depositados en los municipios rurales. Se suponía, lo cual era mucho suponer, que los electores de las ciudades acudían a las urnas con mejor información y mayor libertad. Tal vez, por eso, siguiendo a Schiller, seguramente sin saberlo, prefirieron pesar los votos a contarlos.

Así entre la superior «bondad democrática» del concejal «fulano» o «perengano» se pasó de don Alfonso XIII a don Niceto, por vía plebiscitaria. Y de este modo llegó la república, aprovechando la hipotética respuesta a una cuestión que, legalmente, no se había planteado. Algo incomprensible si no se atiende a la especial forma de «inferioridad moral», que afectó a los partidos monárquicos, a las instituciones y al propio rey. Vivimos ahora en puertas de otros comicios, a los que se está otorgando un sentido que va más allá de su enunciado; el de una especie de primera vuelta de elecciones presidenciales. El jefe del gobierno aparece incluso donde no se le llama, contribuyendo a reforzar esa imagen.

Este domingo concluye la bacanal del ridículo, denominada campaña electoral, a falta de mejor criterio. Una España de aquelarre, sometida a invocaciones y promesas estúpidas, se ha visto aturdida, durante dos semanas, con una sarta de aparatosos inventos, innecesarios, dirigidos, en gran medida, a convencer a los convencidos, a los afines (más bien a los que están «a fines» a su carga intelectual), solo operativos para votar. La muestra decisiva de sumisión a la propaganda. La política es hoy la más contundente manifestación de la decreciente capacidad del individuo, frente a la tecnología de la manipulación. Casi nada nuevo en este sentido, pero cada vez más preocupante. Podríamos evitar el despilfarro, que acarrea tal epopeya de descerebración, enviando a los ciudadanos un video de cualquier episodio anterior, de la misma naturaleza, con fecha actual.

Sin embargo, como decíamos, se palpa en el ambiente que estamos ante una consulta cuyos resultados podrían provocar movimientos, de mayor calado que el previsto. Hay una señal inequívoca, muchas ratas están haciendo cursillos acelerados de natación. Y, por primera vez, en demasiado tiempo, el exhibicionista de La Moncloa parece señalado por los puñales del miedo de sus secuaces. Sus apóstoles, aliados y principales usufructuarios desconfían. Sienten que sus tiempos de beneficios fáciles y certezas convenientes, pueden estar anunciando su fin. La presentización, estadio ayuno de un pasado, cuyos valores se han sustituido por el afán de bienes de consumo inducido, conforme a la moral de nuestro tiempo, la de la producción, como advertía Musset, degenera hacia la nada, que amenaza con imposibilitar un mañana consecuente. Ahí se diluye el juego político de nuestros días.

Sorprendentemente un acontecimiento nauseabundo ha desbordado la capacidad de control, que este gobierno amoral creía poseer sobre una sociedad adormecida, por un discurso, basado en la mentira, en el convencimiento de que el «éxito», cualquiera que sea la forma en que se presente, hace que todo se olvide. De manera inesperada, o no, los tiempos que permiten manejar los falsos relatos y la gestión de la necedad, se han roto. El crimen ha tomado sitio en la oferta electoral y, pese a todos los subterfugios aberrantes dirigidos a justificarlo, ha provocado una reacción que se consideraba amortizada por el aborregamiento general.

¿Calcularon mal el nivel de deshumanización que podemos soportar? ¿A qué cotas de miseria espiritual y de cobardía seríamos capaces de llegar? Tal vez empiece a manifestarse ese límite estos días. Se ha puesto en evidencia que jamás es excusable ser malvado, pero que el más irreparable de los vicios, como escribía Baudelaire, es hacer el mal neciamente. Las cuestiones planteadas deberían ir mucho más allá de la conquista de ayuntamientos y administraciones autonómicas. El estruendo del vacío, orquestado por los intereses partitocráticos, puede haberse transformado en un plebiscito sobre nosotros mismos. Terrible ha sido el anuncio de ese juego macabro, pero seguramente lo es más aún la burla que supone la «tolerancia» de esos «hombres de paz» dispuestos a «sacrificarse» y no aceptar sus actas de concejales, en el caso de que haya miserables suficientes para otorgarles los votos necesarios. ¿Seremos capaces de rebelarnos?

Artículo publicado en el diario La Razón de España


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