Asesinó
Foto: Referencial

Mi padre, que ya no está en este mundo, fue un maltratador —y un furibundo homófobo con un hijo homosexual—.

Él recurría con frecuencia a la violencia física y, sobre todo, psicológica, y no pocas veces nos convirtió a mi madre y a mí en blancos de una cólera nacida en sus muchos e infundados complejos e inseguridades, y en mil frustraciones y prejuicios.

Esa dinámica de maltrato, además, presentó matices bastante enrevesados en el longuísimo tiempo que duró, por cuanto no fue él el usual maltratador cuya «valentía» solo es conocida por el «débil» —como la de los ejecutores de la represión y de la más vil tortura en la inerme Venezuela de estos tiempos, que no dudan en dejar atrás sus lesivos instrumentos y sus escasos vestigios de dignidad, si es que alguno les queda, cada vez que huyen despavoridos de bandas armadas—, sino uno con un hambre de violencia por cuya causa, al convertir la contienda física en su delicia, fue invariablemente temido —y, por tanto, adulado— durante su vida adulta; ello sin mencionar que, pese a esto, no dejó él nunca de intentar ocultar su ruin conducta tras la fachada de lo que, a su peculiar modo, entendía por respetabilidad.

Lo más grave de tal situación, no obstante, era el no contar con un entorno social en el que se juzgase la violencia doméstica como un auténtico problema —y no me estoy refiriendo a un país muy lejano en el tiempo, puesto que soy yo todavía joven—, por lo que me vi compelido, para salir de ella, a aprender a pelear, a hacerme fuerte —de ahí el amor por el deporte y por los hábitos saludables que en mí ha crecido desde entonces— y, llegado el momento —casi al final de mi adolescencia—, a enfrentar al hombre que de esta forma logré desterrar de mi vida para siempre y al que únicamente me estoy aquí refiriendo para ilustrar un punto.

Por supuesto, y no lo señalo con arrogancia, sino con espíritu reflexivo y con el deseo de contribuir a arrojar luz sobre un problema que en Venezuela presenta facetas en extremo complejas, no todas las víctimas de esa y de otros tipos de violencia, como la sexual, poseen las características que a mí me permitieron tanto enfrentar con éxito a mi agresor como ganarle en ese mismo momento la batalla a los demonios que suelen transformarse en crueles tiranos dentro del reino de la psique de quienes son agredidos de alguna manera, lo que hace necesaria la ayuda organizada en una estructura social que posibilite la identificación, denuncia e investigación de los casos, el oportuno y severo accionar de la justicia —no una suerte de vindicta—, y, principalmente, la protección y atención psicológica de aquellas —no, valga la «digresión», el agravamiento de sus problemas por la irresponsable intervención de charlatanes sin la formación académica y las competencias para tal atención—; justo lo que no se ha consolidado en el país.

Eso, de hecho, está siendo en este instante evidenciado por los casos de violencia sexual que hace escasas horas se denunciaron en Venezuela y en los que los presuntos perpetradores —algunos ya confesos— son figuras públicas, por cuanto quedaron una vez más expuestos, por un lado, los oscuros aspectos de la sociedad venezolana, relacionados con variados prejuicios y con las propias bases que sustentan lo vincular en ella, que aún llevan a los agredidos a autoimponerse la inicua carga del silencio y a buena parte del resto de esta a juzgar las pocas agresiones que sí se denuncian en función de la afinidad o la animadversión, no del delito, y, por otro, los sesgos de una «justicia» que, en todo caso, no pasa de instrumento de la inquina de usurpadores.

Así, verbigracia, se le dio por años destacada tribuna en un importante medio de la nación a un conocido y oscuro personaje, proveniente del ámbito académico, que ya había sido acusado de abusar sexualmente de su hijo, incluso por la recordada y respetada Berenice Gómez, y del que además se conocía su antisemitismo, pero solo cuando se reveló como uno más de los tantos «saltatalanqueristas» que tan bien le han servido al dictatorial régimen chavista, decidieron los directivos de tal medio cortar todo vínculo con él.

La presunta pedofilia, y el antisemitismo, no se consideraron hasta entonces asuntos de relevancia.

Del mismo modo, los secuestradores del país, públicos, notorios y orgullosos violadores de derechos humanos, se muestran prestos a hacer «justicia» en los casos en cuestión —los recientemente denunciados—, en los que los victimarios —tan infames como cualquier otro agresor— son opositores, pero un interminable rosario de otros, que incluyen algunos escandalosos de abusos sexuales en los que las víctimas son presos o perseguidos políticos, se ignoran de olímpico modo y hasta se utilizan como parte del mal camuflado arsenal con el que se busca amedrentar a los que luchan bajo la luz del sol por la emancipación del país.

El crimen no es para ellos lo relevante, sino su utilidad en el contexto de la dominación.

Tras estos ejemplos, y más allá, claro, de la agenda totalitaria del régimen, subyace un problema de larga data y que, indistintamente de lo que algunos desean creer y que se crea, no se ha sabido ni querido superar en la nación, a saber, la consideración de tales agresiones como delitos menores; un problema que agravan en muchos casos los prejuicios que hacen además estimarlas como asuntos pertenecientes a una esfera privada en la que deberían mantenerlos las víctimas para no añadir el estigma a su «vergüenza».

Todas las víctimas de agresiones, sean quienes sean los victimarios, merecen y deben recibir lo que la verdadera justicia ofrece, pero en una Venezuela en la que, como hoy y como antes, estos crímenes se vean apenas como algo más que simples «errores de imperfectos humanos», por una parte, y fuentes de vergüenza para los agredidos, por la otra, será ello el anhelo de unos cuantos… y como resultado, la creciente violencia social que a lo largo de las décadas ha extendido y hecho cada vez más letal una peste de la que el chavismo es apenas uno de sus recientes aunque no últimos síntomas, llegará a extremos que impedirán la construcción de un nuevo y saludable país.

@MiguelCardozoM

 

 


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