¿Quién no la ha sufrido? Todos —unos más, otros menos— hemos experimentado los efectos de la adversidad. La palabra proviene del latín adversus (ad versus) que significa «hacia lo volteado, hacia lo reverso», aludiendo a algo que se ha girado contra nosotros. Así pues, lo adverso es aquello que se ha revirado contra nuestra suerte. Ahora bien, ¿cuál es su sentido humano?, dado que tiene precisamente la prerrogativa de hacernos sentir perdidos.

Generalmente es fácil conseguir la razón de ser de los acontecimientos felices, pero no así con los infortunios, y a menudo procuramos dar a estos una explicación mítico-religiosa. El sentido humano de lo adverso, no obstante, es más simple y terrenal, y nos lo da Séneca: «No hay nadie menos afortunado que el hombre a quien la adversidad olvida, pues no tiene oportunidad de ponerse a prueba».

Aquí tenemos un primer y fundamental sentido existencial de la desventura: esforzarnos probando nuestras capacidades y, al hacerlo, aprender un poco más sobre quiénes somos. En otras palabras, un modo exigente de autoconocimiento es haber sido tocado por el infortunio, pues en las situaciones límites el ser acrisola sus fuerzas y reta sus propias limitaciones hasta sobrepasarlas.

Quizás por ello —y para seguir con Séneca— el filósofo español diría que «la adversidad es ocasión de virtud», puesto que al templarse el espíritu en sus propias fronteras, se forja también un carácter moral que propende a la virtud y a la excelencia, eso que los griegos llamaron ἀρετή (areté), el summum de las virtudes cívicas. Cuando el ser afronta la desventura, tiene básicamente dos alternativas: exigirse lo mejor de sí para superar la circunstancia o claudicar y huir. En esto último no hay magnificencia.

Si el sentido humano de la desdicha radica en afrontarla con esplendidez, definitivamente hay que hacerlo al estilo senequiano: «En la adversidad conviene muchas veces tomar un camino atrevido». Queda sobreentendido que cualquier acción para superar con suprema dignidad la desgracia ha de ser por antonomasia atrevida, pues no solo ha de ser soportada por la virtud, sino que aquella implica la necesidad de transitar caminos poco convencionales. A problemas corrientes, por lo general, corresponden soluciones comunes, pero no así con el infortunio, que demanda el atrevimiento de la originalidad.

Ahora bien, la osadía sin sabiduría es temeridad. Solo el hombre sabio sabe aventurarse donde otros reculan o se exponen imprudentemente, y hace del riesgo un arte. Si lo vemos con cuidado, la adversidad se parece a los buenos maestros que retan a sus estudiantes y los estimulan a superarse con cada nuevo desafío. La prosperidad, en cambio, es como un maestro flojo que adocena a sus alumnos en la complacencia de sí mismos con tareas fáciles y mediocres, haciéndoles creer en un éxito vano.

Una cosa es cierta: la adversidad nos induce a la soledad, pero se afronta con el concurso de los otros. Aquella nos ayuda a encontrar en nuestro interior los arrestos suficientes para sobreponernos, sin embargo, el modo más sólido, duradero y seguro de superar el infortunio es con la asistencia de nuestros allegados. Son ellos quienes nos apuntalan la excelencia, pues esta es intrínseca a la interacción humana. Nadie es magnífico solo, y si lo es, habrá que temer su soberbia.

Dicha peculiaridad es la que permite conocer a los amigos. La prosperidad suele ser cofrade de todos, pero no la adversidad. En esta huyen los que decían ser leales y apenas quedan los que realmente lo son. Así pues, no solo se acrisolan las propias capacidades en los infortunios, sino la amistad. Cuando Antonio ve hundidos sus barcos y se descubre a merced de Shylock, su acreedor, aquellos que bebían y bailaban a su lado en tiempos mejores desaparecen y ponen excusas para no asistirlo en el trance. La verdad más estremecedora de El mercader de Venecia, de Shakespeare, es que nadie está dispuesto a entregar una libra de su propia carne para socorrer al amigo caído en desgracia.

Antonio es salvado por Porcia, la rica heredera con la que se ha comprometido Bassanio, aquel a quien el próspero mercader ha prestado dinero obtenido, a su vez, de un empréstito de Shylock, para que consiga sellar el compromiso nupcial. Puede decirse que la obra nos permite comprender, entre otras cosas, que la adversidad nunca es estéril. El rico comerciante ha ganado el favor de una nueva amiga y ha conocido la verdad —amarga, ciertamente— respecto de los que no eran auténticamente sus amigos más que por lo que podían obtener de él. Pese a todo, no hay ni un solo resquicio de arrepentimiento por la fortuna empeñada en la felicidad de su amigo. Tal es la nobleza.

La adversidad no solo es fecunda, sino que expande nuestras fronteras existenciales ayudada de la memoria. Cada vez que logramos rebasar una calamidad, recordamos el sitio y modo exactos de semejante batalla interior. Son los hitos vitales que nos dicen que estamos llamados a mucho más que a solamente quejarnos y rendirnos poniéndonos de parte de la desventura. Luchamos porque nos sabemos vivos. Nos rendimos cuando hemos muerto antes de tiempo. Sin las fatalidades, no conoceríamos la diferencia entre una cosa y otra… ni despertaríamos de la narcosis del bienestar.

Dimos inicio a este breve ensayo hablando de la etimología de la palabra adverso(ad versus). En latín, versus es el participio pasivo del verbo vertere, que significa «hacer girar, volver». Lo propio, pues, de la adversidad es el giro. Quizás no haya mejor modo de afrontar los infortunios que tratándolos en su misma esencia, esto es, dándoles la vuelta, rotándolos hasta que hallemos el ángulo más idóneo para superarlos y hacerlos fecundos.

Sin embargo, tal vez nada haya tan impresionante como ver a alguien ir al encuentro de las dificultades.Cuando Leonardo Da Vinci se propuso hacer la famosa estatua ecuestre de Francesco Sforza, se planteó un reto inédito que apenas pudo colmar la escultora estadounidense Nina Akamu en 1999. Pese a ello, Da Vinci halló en semejante desafío los fundamentos de sus estudios anatómicos, sin los cuales su obra no habría alcanzado el grado de virtuosismo que más tarde exhibió. En él se cumplió la máxima rilkeana: «Convierte tu muro en un peldaño».

jeronimo-alayon.com.ve


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