Hace algunos días leí el prólogo que escribió el profesor Ramón Piñango para el libro Venezuela posible siglo XXI de Antonio Francés, publicado por el IESA en 1999. Por el título del libro, puede entreverse cuál es su propósito: reflexionar sobre el país que podemos llegar a ser y cuáles son las políticas públicas que debieran ejecutarse a los fines de lograr dicho fin. Esta publicación se enmarca en la sintonía de muchas otras del mismo cariz, siendo Un sueño para Venezuela, publicado por la ONG Liderazgo y Visión, el trabajo que viene a mi cabeza en estos momentos, y el cual constituye una muestra de muchos otros que salieron en estas últimas dos décadas a los fines de reflexionar sobre el país.

Y es que el hecho de reflexionar sobre el país es algo que surgió con mucho énfasis hace algún tiempo. Precisamente ya en 1999 el prólogo del profesor Piñango apuntaba al hecho de que unos de los grandes retos que tenían los venezolanos a finales del siglo XX estaba precisamente en “rescatar su sentido de futuro”. Y eso era en 1999, cuando ni siquiera el chavismo y todos sus efectos habían hecho mella en nuestra historia. Al menos se encontraba en su etapa germinal, cuando los hechos de 1992 todavía estaban recientes en la memoria.

Precisamente estas palabras del profesor Piñango me parecieron oportunas, y también vigentes. ¿Hasta qué punto los venezolanos perdimos nuestro “sentido de futuro”? La pregunta es legítima. Por una parte, tenemos la incómoda situación en la que gracias a la fuerza de las bayonetas, de todo el poder coactivo que detenta el chavismo a través del Estado, nos hemos visto obligados a quedar silenciados. Se pretende hacer borrón y cuenta nueva, obviar todo el clima de protestas y luchas para reinstaurar la democracia y el Estado de Derecho en el país, con todo lo que ello implicó: persecuciones, presos políticos, violación de derechos humanos y un sinfín de episodios que lastimosamente forman parte de nuestra historia política.

Al mismo tiempo, la sensación de hartazgo y sumisión ha venido acompañada de una serie de medidas en el campo económico que básicamente han terminado por constituir un sacrilegio al catecismo chavista: levantamiento fáctico de controles de precio y cambio, otorgamiento de bienes expropiados sotto voce a privados, inclusión de empresas estatizadas en la bolsa de valores, circulación de forma masiva de la moneda imperial por excelencia (el dólar estadounidense) y un largo etcétera que dejaría boquiabierto al marxista más furibundo.

Pero no nos dejemos engañar. Detrás de estas medidas pareciera que no hay convicción alguna de cambio sino simple supervivencia. Mercantilismo. Ciertas rendijas de aire permiten darle oxígeno al status quo, al tiempo que lo realmente importante desde el punto de vista estructural, la detentación del poder, sigue en manos de la misma tolda política desde hace más de dos décadas. No es un detalle menor que solo la muerte de Chávez trajo consigo el relevo de la figura presidencial por causas de fuerza mayor.

A ello se le debe sumar una narrativa en la que se busca instaurar una especie de positividad sobre lo que es Venezuela y su potencial que, llevada al extremo, puede resultar perjudicial. Porque todo ese optimismo no pocas veces luce artificioso, y si se mira con detalle, pudiera llevar también a la suspicacia. ¿Qué se busca tapar o negar detrás de tanta animosidad, tanto empuje? ¿Qué cambió hoy de forma significativa para tener ese estado de ánimo que busca propagarse a diestra y siniestra? Si a ello se le suma el hecho de que la censura impera y no se quieren escuchar verdades incómodas, no cabe duda de que se busca instaurar desde el seno del poder una verdad oficial en la que los conflictos de años anteriores quedaron atrás, no existe ya un país politizado, hoy todo es entrega, colaboración y sinergia con el gobierno venezolano.

Es una pacificación hecha a los golpes, impuesta por la fuerza, la amenaza y también por la desidia. Porque también las condiciones de hartazgo y apatía en la ciudadanía están presentes, y luego de tantos años de entrega a la faena política, colgar los guantes no lucía tan descabellado. Cada quien a sus cosas, y si medio puedo sobrevivir, pues mejor aún. Las circunstancias al menos no son tan duras como antes, y ante la imposibilidad de cambio político, pues me ocupo de lo mío y de nadie más. Y mientras no me meta en política, al menos en principio, podré vivir en paz. Muy al estilo de ciertos regímenes que tuvo Venezuela en buena parte del siglo XX, por cierto.

Así las cosas, vuelvo a mi pregunta original. ¿Somos capaces de volver a pensar sobre nuestro “sentido de futuro”? ¿Cómo volver a debatir y pensar lo que debe ser el país sin caer en el optimismo infundado pero tampoco en la desesperanza aprendida? En el pasado, varias décadas atrás parecía que los venezolanos desde sus distintas áreas de influencia tenían el legítimo compromiso de dedicar parte de su tiempo y visualizar el país que querían, que imaginaban, que deseaban. Hoy ese debate se encuentra ausente, y pareciera que la sola idea de plantearse cómo será Venezuela dentro de treinta, cincuenta o cien años es un acto de insensatez, digno de burla y sarcasmo. Creo, sin embargo, que es una tarea imperativa que los venezolanos retomemos el tiempo para conversar sobre el sentido de nuestro futuro como nación, pero también como ciudadanos.

 


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