Es verdad verdadera que no hay una transición política igual a otra. En realidad, no hay un fenómeno político igual a otro. Es más, no hay ningún ente o acontecimiento igual a otro. Además de lo que tienen en común, puede ser mucho, muchísimo, acaece que hay algún elemento que los distingue y puede ser el que da lugar a la mutación. Teodoro Petkoff siempre cita, al respecto, las inusitadas Tesis de Abril de Lenin que, contra toda ortodoxia política marxista, tanto que en su partido lo llamaban “el loco”, transformó la vieja Rusia y una gran parte del futuro del mundo. Vio una combinación de variables que él solo atisbó. Y el gran Pompeyo Márquez, de los principales líderes del 58, juraba un mes antes de la caída de Pérez Jiménez que esta duraría años; por eso luego hizo suya la consigna que todas las transiciones políticas eran distintas y que no se podían cocinar a priori teóricamente. Althusser forjó una categoría, la sobrederterminación, para esos elementos circunstanciales que hacían cuajar o no las supuestamente ineluctables leyes del materialismo histórico, en cuya certeza absoluta creían los estalinistas. Y probablemente Chávez no hubiese llegado al poder si Irene Sáez y los que los ambiciosos que la sucedieron en la carrera presidencial no hubiesen trastabillado a cada paso que daban, como en una comedia del burlesco americano.

Las aparentes perogrulladas anteriores para decir que la sensatez dice que este es un gobierno sin aliento, sin un logro económico o social a su favor, sin pueblo, aborrecido planetariamente, es casi un muerto viviente, pero no se desmorona montado en las bayonetas de un puñado de generales domesticados y corruptos. Falta encontrar la llave de los campos, que debe estar perdida por ahí no más. Y va a aparecer si tenemos la tenacidad para no cesar de buscarla. Ojalá sirva el cambio de año para mejorar nuestra apagada energía opositora.

Mañana comienza una semana que debería ser candente. Se instala la nueva Asamblea producto de una de las elecciones más descaradamente fraudulentas de nuestra historia. Sopotocientos chavistas, cuatro gatos de la mesita y algunos alacranes producto del 30% del padrón electoral, en muchos casos “llevados” a votar. Y, carta ya jugada, la Asamblea constitucional, fragmentada a patadas, anulada vilmente al nacer, sigue considerándose –con razones contundentes– el único poder legítimo del país y como tal no renuncia a ejercerlo, aunque sea simbólicamente. Con variantes continúa el país desangrándose, partido en dos, que venimos viviendo, ahora más peligrosamente, porque el mismísimo Maduro ha dicho que se “acabó la guachafita” y va a arremeter contra el poder paralelo. Lo cual quiere decir que puede hacer cualquier cosa, ya se sabe que puede ser atroz.

Por su parte, la Asamblea legítima ya se ha reafirmado como la única válida y va a prolongar sus funciones. Desprovista de armamentos y solo asistida de razones le toca dar una lucha valerosa y enormemente desigual.

Queda por verse lo que hará la opinión internacional democrática que ha tenido una beligerancia de la que cuesta encontrar antecedentes con otras dictaduras y que en esta vuelta del camino no están demasiado claras. Borrell ha dicho que la Europa unida está clara en desconocer las elecciones parlamentarias chavistas, pero no en el estatus de presidente interino de Guaidó y que se reunirá esta misma semana para aclararlo. De Biden se dice que dice, pero nada está claro; acaso solo es convincente la expectativa que hará una estrategia más sensata y a lo mejor más efectiva, quién quita que aliado con Europa, distinta a las disfuncionalidades y desplantes verbales de Trump. América Latina, que ve mover su geografía política a cada rato, sigue básicamente del lado bueno del asunto. Tampoco hay que perder de vista a los nuevos aliados de la tiranía, tiranos ellos mismos y algunos con no pocos músculos.

No queda sino esperar que se dé la partida y se muevan las piezas. Tratar de predecir hoy es sumamente insensato.


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