La vida está llena de altibajos, problemas a granel y retruécanos como el conocido “Ni son todos los que están, ni están todos los que son”. Empero, esos atascos no deben obstruir nuestros propósitos y metas trazadas concienzudamente. Nada importante o meritorio se consigue sin esfuerzos infinitos, a menos que se trate de objetivos menores e irrelevantes para nosotros o el entorno.

Cuando el asunto involucra a un colectivo, a todo un país, las exigencias son todavía mayores, de superior cuantía. Aun así, el precepto anterior mantiene su plena vigencia. En definitiva, solo la estricta organización y la lucha bien focalizada y tenaz aseguran el triunfo final.

No se olvide que la aparente fortaleza del contrincante, del obstáculo que tenemos ante nosotros o de la edificación más portentosa es siempre relativa. Así lo dejó claro Jesucristo cuando predijo la ruina de Jerusalén y de los edificios del templo. Lo mismo fue ratificado más tarde por Flavio Josefo (37 – 100 d. C.), en su libro La guerra de los judíos.

Ciertamente, en el Evangelio de San Marcos leemos que poco antes de la crucifixión de Jesucristo, al salir del Templo, uno de sus discípulos le dijo: “¡Maestro, mira qué piedras y qué construcciones!”. La respuesta de Jesús fue esta: “¿Ves todos esos magníficos edificios? Pues vendrán días en que serán de tal modo destruidos, que no quedará aquí piedra sobre piedra” (Marcos 13, 1 y 2).

No fue necesario esperar mucho tiempo. Entre los meses de marzo a septiembre del año 70 de esta era cristiana, Tito Flavio Sabino, hijo del emperador Vespasiano, comandó las fuerzas que sitiaron y luego destruyeron a la ciudad de Jerusalén, causando cientos de miles de muertos, esclavizados y exilados.

Cuando Tito entró en la ciudad -escribió Josefo- se admiró de sus fortalezas y torres, expresándose de la manera siguiente: “En verdad nos asistió la divinidad en esta guerra, pues solo fue ella la que echó a los judíos de estas fortificaciones. ¿Qué hombres o qué máquinas hubiesen conseguido someterlos?”. Después de eso, impartió instrucciones para que la ciudad y las murallas fueran derribadas por completo, salvo las torres que dejó como monumento de su buena fortuna.

Lo anterior deberíamos tenerlo en mente los opositores al actual gobierno venezolano, si no queremos hundirnos en un tenebroso pozo depresivo a consecuencia de supuestos actos de corrupción en que están involucrados ciertos personajes de la oposición que son miembros de la Asamblea Nacional.

El culebrón que se ha montado tiene como objetivo que se declare culpables a Juan Guaidó y Humberto Calderón Berti sin que hasta ahora haya el más pequeño indicio de responsabilidad alguna por parte de ellos. No obstante lo anterior, y sin que se hayan concluido las investigaciones, los francotiradores de la dictadura roja y grupos opositores de pieles ultrasensibles y avanzado daltonismo pretenden juzgar sin fórmula de juicio a los dos primeros.

¿Maldad? ¿Ignorancia? ¿Ligereza? Creo que hay un poco de cada cosa. Para mí un asunto está claro: quienes han robado y quebrado al país son los emperifollados integrantes del clan rojo. Ni Guaidó, con su levedad y presteza, y mucho menos Calderón Berti, con su peso sobrado, entran en el saco rojito.

La lucha continúa y ahora con suprema intensidad.

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