El martes le pregunté a un familiar por su voto en las elecciones estadounidenses. Zanjó de inmediato que el voto era secreto, como frase disipadora, para no revelar su opción. Cuando se está seguro de una posición, lo conducente, a menos que vivas en la Cuba bolchevique o en el felicísimo paraíso de Kim Jong-un, es decirlo.  Lo que nos lleva a pensar ese viejo y nada resuelto problema de la filosofía: ¿qué es la verdad? y ¿dónde se encuentra la verdad? ¿Por qué ocultamos nuestros verdaderos pensamientos e intenciones? Y con esto llegamos al planteamiento de cómo medir ya no la verdad de un individuo sino hasta de una nación. Nuestra época es la de la opinión pública en que los más sagaces comprimen sus eventuales predilecciones en tablas Excel y procesan conclusiones para la venta al por mayor.  En el gozoso reino del mercadeo, las tendencias se preguntan, se analizan, se tabulan y se ofrecen. ¿Qué opina usted del nuevo empaque para las tortillas chip con sabor a jalapeños?, te increpan los de telemercadeo a cualquier hora. Particularmente, en Estados Unidos las preguntas se hacen cuando se llega del trabajo. Hoy, obviamente, las redes no han podido sustituir del todo a los cazarrespuestas, a pesar de algún señuelo para que respondas y te ganes una cena para dos en un restaurante, usualmente mediocre, donde te atienden con cierto desprecio cuando exhibes el vale.

Hace muchos años publiqué un artículo llamado, “¿Por qué no soy gerente de mercadeo?” y salió un profesor envalentonado de una universidad de futuros mercadotécnicos  a manotearme por el mismo periódico donde apareció y a llamarme atrevido e irresponsable. Mi tesis era que la lógica del mercadeo no explicaba buena parte de las reacciones humanas y que ningún estudio de mercado tenía la posibilidad de adentrarse con diafanidad en el conocimiento de los gustos. Sigo pensando lo mismo, y creo que nuestros días se han vuelto más ortodoxos en eso de etiquetar el gusto contemporáneo. Sin más, hay una marca reciente a la que llaman millennials, completamente arbitraria y desencajada, que mide como un todo a aquellas personas nacidas entre los años ochenta y 2000 y cuyas características son la innovación, la pereza, el escepticismo, la desconfianza, la insubordinación, el socialismo, la recurrencia al mundo digital, el vivir la vida y otras necedades acomodadas hasta en tesis académicas que muchos empiezan a masticar como certezas indiscutibles. Hay otros subproductos derivados del mileniato. Lo peor es que hay padres que proclaman que su hijo pertenece a esa denominación de origen cuando quieren explicar por qué se levantan tarde o arrastran los pies. Algún que otro alumno me ha dicho que es millennial  y cuando le pido que lo aclare, comienzan las dificultades. Ningún rótulo puede caer como un baldón sobre una generación y de esa clase de posverdades es que se construyen los mitos del presente. Es de suponer que la pandemia haya exacerbado esta personalidad milenarista con lo que el día que termine, será algo parecido a cuando el hombre abandonó las cavernas. Claro, esta vez se hará sin que queden bisontes pintados en las paredes de los domicilios. Los gerentes de mercadeo aprovechan todos estos pop-ups teóricos para vender desde chupetas hasta una excursión a Machu Pichu. Si bien cada generación tiene una forma de consumir, la estandarización termina resultando un atajo pragmático para no cuestionarse demasiado, o una forma de estafa intelectual.

Donde peor vienen haciéndolo los estudiosos de la psique humana y sus motivaciones es en materia de comportamiento electoral. Allí sí que se han formado desaguisados en las proyecciones de los últimos años y la prueba más reciente son las elecciones americanas del 3 de noviembre donde se anunciaron resultados muy diferentes a los que ocurrieron. Pero esto no es nuevo: esas mismas encuestadoras aseguraban hace cuatro años que Hillary Clinton ganaba o que Antanas Mockus barrería en las elecciones de 2010 contra Juan Manuel Santos. Y en Venezuela en la época en que votábamos, en las elecciones parlamentarias de 2015, nadie nunca se esperó ese triunfo.  Parece que se ha perdido la confianza en las encuestadoras y cada vez que afirman algo que sucederá, parece darse lo contrario de lo que predijeron. Con razón se habla siempre de los tales escenarios que parecen una puesta en escena muy articulada para no decir nada concreto. Si se conversa con alguno de esos escenógrafos para advertirle que se ha equivocado, recurrirá con insistencia a algún problema metodológico. El discurso del método es muy útil como forma de escabullirse frente a cualquier acusación.

¿Por qué se ha hecho tan difícil establecer con precisión una opinión política? Da la impresión de que las personas son cada día más celosas de revelarse en un mundo donde los buscadores y, en particular, Google te tienen monitoreado todo el santo día. Entras un día buscando un producto en la red, digamos algún libro para ponerlo inocuo, y al día siguiente gracias a las cookies metiches, recibes toda suerte de anuncios relacionados que no has solicitado. Por otra parte, también se recela el manejo de la información y la prueba es que las empresas que comercian con los datos de los demás, no respetan privacidad alguna. Venden tu biografía entera con tus alegrías y tus miserias, tus gustos y tus secretos. Por eso es que un viernes por la noche recibes una llamada al celular en la que una tal Yanixa te pregunta si te gusta desayunar con yogur o te ofrece una tarjeta premium para clientes viaipí. Podría inferirse que un votante prefiera manejarse con distancia sobre todo si su opción no está vista con aprobación por las dictaduras del gusto o las tiranías polarizadas de las redes sociales, especialmente Twitter, donde hay tribus de opinadores, guerreros del teclado y toda clase de sicarios digitales que pueden propinarle un linchamiento virtual si no está de acuerdo con los casi todos. En las redes, además del consabido seguimiento alrededor de tus movimientos y tus búsquedas, existe la manipulación y la imposición de la opinión, que viene dada por unos estrafalarios que se hacen llamar influenciadores, en todos los órdenes, pero que si lo escribes así degradas el concepto porque debe ser influencer. Hay algunos especialmente atrevidos y seguros de su misión que se definen como “figuras públicas”. Donde hay mayor autoritarismo en las redes es en lo político, precisamente. Y es curioso que en Venezuela, por ejemplo, habiendo sufrido estos últimos años de aniquilamiento democrático, lejos de favorecerse la apertura y la pluralidad en los afectados, se haya impuesto una desmedida polarización, intolerancia y desprecio por quien no se agregue a la opinión de estas mayorías aparentes. En las redes se suscita ese fenómeno de psicología de las masas como lo describía Gustave Le Bon. La muchedumbre se comporta como una unidad de experiencias emocionales capaz de sugestionar a los individuos de modo diferente a lo que de forma particular harían. De modo que se puede entender cómo las encuestas son más inexactas cada vez más porque no son capaces de fijar la naturaleza de las verdades de los votantes. Parece existir una protección tácita  a no ponerse en evidencia ante tantos ojos, virtuales y reales.

La pregunta es si sucederá lo mismo con los estudios de mercado y de consumo. ¿Habrá sinceridad en las respuestas o estaremos ante a la misma teatralidad, o la impostura de opiniones con los cazadores de información? Por cierto que sorprende el número de personas que aspiran a ser gerentes de mercadeo. Hay incluso una confusión vocacional porque nunca he entendido que un ingeniero civil termine vendiendo pañales o sumándose a la epopeya de los detergentes. Muy pronto cuando nos hagan la pregunta de cuál destapa pocetas  preferimos, diremos con total seguridad: mi gusto es secreto.

@kkrispin

 


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