Tras unas cuantas semanas en las que distintos medios se encargaron de decirnos que había fallecido –seguramente usted ha oído hablar de las fake news–, finalmente la noticia se hizo verdad: el penúltimo día del año pasado se nos murió Pelé, menos conocido como Edson Arantes Do Nascimento. Dio su último respiro en un hospital que lleva el nombre de Albert Einstein, vaya coincidencia, pues como escribió recientemente Juan Villoro, confirma la teoría de la relatividad: allí murió un inmortal.

Lucía la mascota del equipo

Supe de él en 1958, año en el que le tocó a Suecia ser la sede del Campeonato Mundial de Fútbol. Durante todo un mes, el de junio, lo “vi” sentado en la sala de mi casa, con la oreja pegada al radio, oyendo la transmisión que hacía el periodista Felo Giménez, en vivo y directo desde Estocolmo, según presumía la emisora.

Aún tengo grabado en la memoria el partido final, celebrado entre el país anfitrión y Brasil, cuya selección incluía a un chamito de apenas 17 años, quien tuvo la desfachatez de anotar cinco goles, tres de ellos en encuentros previos, y dos contra los suecos, uno de los cuales quedó engavetado en mi memoria para siempre jamás. Por, cierto, después de que aterrizara el avión en el país nórdico, quien por lo joven parecía ser la mascota del cuadro brasileño, paso a ser llamado O Rei do Futebol.

Tuve la suerte de verlo, a propósito de un evento que se organizaba periódicamente, cada dos años, en Caracas. Se trataba de un cuadrangular que contaba con la presencia de los mejores equipos europeos y latinoamericanos. En esta ocasión pude mirarlo de cerca, sentado en las tribunas del estadio de la UCV, hasta donde me había llevado mi papá, quien no era muy futbolero que digamos, pero que siempre entendió que la vida de su hijo transcurría alrededor del balón, a la vez que lo intrigaba qué diablos tendría de excepcional el tal Pelé, capaz de generar en él semejante conmoción.

A Pelé lo encontré más hecho como jugador, con un porte que lo alejaba del adolescente que mostraban las barajitas de mi álbum. Lo miré vestido todo de blanco con el uniforme del Santos, su equipo de toda la vida. Observándolo durante el calentamiento previo al inicio del partido, me vino a la cabeza un librito prestado por un amigo, en el que se explicaba que Pelé había nacido físicamente diseñado para ser futbolista, que cada detalle de su cuerpo, desde las orejas hasta las uñas del pie respondía a las condiciones requeridas para desempeñarse en la cancha. Más allá de la seriedad académica del texto leído y de mi ignorancia en los asuntos que abordaba, a simple ojo de buen cubero yo intuía que los genes se habían encompinchado para producir al jugador que fue y nadie podía albergar la más mínima duda de que con el correr del tiempo sería, si es que no lo era ya, un grande entre los grandes del balompié mundial.

Dicho sin exagerar, no había cosa que no hiciera de manera distinta, hasta insólita. Cabecear, chutar con ambas piernas por igual, driblar, pasar, desmarcarse, en fin. Particularmente fue sobresaliente por su manera de amagar, realizado desde los movimientos de su cintura, insinuando una maniobra, mientras realizaba otra, la que nadie esperaba.

México 70

Lo volví a ver, esta vez por televisión, en el Campeonato Mundial de 1970, con sede en México, comandando la selección brasileña, tal vez la mejor que haya existido en la historia del balompié junto, me parece, a la naranja mecánica holandesa de 1974, encabezada por Johan Cruyff.

A lo largo de los varios partidos disputados en suelo azteca, Pelé dejó la sensación de que cada jugada en la que intervino tuvo el toque propio de un mago, que era una suerte de barajita sacada de su sombrero para sorpresa de todos, creo que incluso hasta de él mismo. Entre sus genialidades estuvo el que se considera el “mejor gol que no fue”, resultado de un doble amague ante Ladislao Mazurkiewicz, el gran portero uruguayo, que culminó con la pelota rozando el poste derecho, sin entrar en la portería

Cosmos

Como han señalado diversos autores, Pelé fue conocido mundialmente gracias a las numerosas giras que realizaba con su equipo, el Santos, al final de las cuales volvía a Brasil y jugaba varios partidos del campeonato local

Como señala el sociólogo Pablo Alabarcés, fue tan famoso que, a finales de la década de los sesenta, en una de las tantas guerras internas de la época colonial en África, en Biafra, en el viejo Congo, se firmó un armisticio para que todo el mundo pudiera ir a ver jugar a Pelé. El tema era que había que ir a verlo jugar al estadio, no había ni televisión, ni satélite.

Tal no es el caso de Maradona, por ejemplo. La globalización y el desarrollo de nuevas tecnologías permitieron que su carrera pudiera verse en todo el mundo, con una frecuencia casi semanal.

Señalo lo anterior a propósito del final de la carrera de Pelé. cuando se fue al Cosmos norteamericano a fin de quemar sus últimos cartuchos, promoviendo el desarrollo del “soccer” en Estados Unidos, y, supongo, tratando también de ganarse unos cuantos dólares, seguramente más de los que se pudo guardar en el bolsillo durante toda su vida, pues en su época de oro el negocio del fútbol no era ni la sombra de lo que representó luego y por tanto, el mercado internacional de piernas no funcionaba como en la actualidad. Pero, por encima de todo, el contrato de Pelé no podía negociarse, dado que el gobierno había declarado su figura como “tesoro nacional”.

Al currículum de Pelé no le falta nada importante, de lo cual Google da buena cuenta. En la lista interminable de éxitos sobresalen, desde luego, los tres campeonatos mundiales que obtuvo con la camiseta verde amarilla. Imposible, así pues, no admirar a este gran jugador por sus hazañas en la alfombra verde.


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