Ilustración: Juan Diego Avendaño Rondón

El cardenal-Arzobispo de Kinshasa (RDC), Fridolin Ambongo, miembro del exclusivo Consejo de Cardenales (9 miembros), acaba de advertir al mundo: “la Iglesia (Católica) se está muriendo en Europa”. Pero esa afirmación conlleva un corolario, que no señaló expresamente: Europa –hija de la Iglesia, como de Roma (y de Grecia)– dejará de ser cuando el cristianismo ya no la anime con su espíritu. Sería el resultado del materialismo y el egoísmo que parecen imponerse y pretenden destruir el auténtico humanismo, que considera al ser humano como creatura racional, impulsada a la vida social en libertad y llamada a un destino trascendente.

El cristianismo nació, “en la plenitud de los tiempos” (Gal 4,4), en el Medio Oriente, dentro del judaismo, en la tradición de Abraham. Pero, recibió de su fundador el mandato de “predicar sus enseñanzas a todas las naciones”. San Pablo lo escribió así a los Efesios (3, 5-6): “se me dio a conocer que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la misma promesa”. De manera que pronto se extendió (y no sólo entre la diáspora judía) por el norte de África, Grecia y Roma (incluidas sus más apartadas provincias). Se enriqueció y asimiló la tradición del pensamiento greco-latino. Antes de la desaparición del Imperio, llegó a ser la religión dominante en toda la región del Mediterráneo (desde Britania hasta Siria). Se impuso a los invasores (de origen diverso) que destruyeron aquella inmensa construcción política. Estaba imbuido de un espíritu de expansión.

Cuando surgió el Islam – y rápidamente conquistó casi todo el Oriente Próximo (salvo Bizancio) y más allá hasta el Indo y el norte de África e Incluso España – el cristianismo se refugió en Europa que se ampliaba hacia el Norte y el Este. Porque desde Constantinopla (pues el Imperio Bizantino se prolongó hasta la mitad del segundo milenio de la era) se inició la evangelización de los eslavos. La conversión de los escandinavos se produjo más tarde, con adhesión a Roma. Para entonces ya se había producido el cisma entre ambas capitales, que se mantiene. En Occidente los católicos pretendieron realizar una sociedad, imbuida de profunda religiosidad, que preparara a los hombres para la eternidad: se expresaba en sus catedrales que apuntaban hacia el cielo y en sus monasterios y universidades, donde se guardó el saber acumulado en la antigüedad. El vínculo (Europa – Iglesia) ha sido, pues, permanente y esencial.

Cuando en Europa, que recobraba su espíritu innovador, se consolidaban los estados nacionales y se iniciaba el desarrollo capitalista, estalló la reforma protestante que dividió el cristianismo de Occidente. Aunque se rompió la unidad, comenzó la gran expansión europea, la primera a nivel verdaderamente universal de una civilización humana. Como las potencias que la impulsaron inicialmente fueron España y Portugal, el catolicismo prendió en la mayor parte de América y en lugares de África y Asia. Así se convirtió, más tarde, en la religión con el mayor número de adherentes en el mundo. Esa posición la conserva aún hoy en día, a pesar de la pérdida de muchos de sus fieles en los países más poblados del viejo continente, desde la década de los años ‘60 del siglo pasado, precisamente cuando comenzaba el proceso de “aggiornamento” de la Iglesia impulsado por el Concilio Vaticano II ¿Es indetenible ese fenómeno?

El catolicismo es hoy una fuerza viva y dinámica, innovadora, dispuesta a transmitir el mensaje del Fundador. No se le percibe así desde Europa, porque encerrada sobre sí misma (alejada del mundo) ha perdido la visión universal que la caracterizó siempre. Casi la mitad de los católicos vive en América (con porcentaje importante en Estados Unidos); y un quinto en África subsahariana, donde la Iglesia cumple tarea social de significación. Todavía el porcentaje de fieles es bajo en los países más poblados (1% en China y 2% India), pero es una fuerza en ascenso en otros de importancia en Asia, como Corea (11%) o Vietnam (8%). Las cifras pueden esconder la realidad. Me sorprendí un domingo de mayo pasado al asistir a misa en zona popular de París. La asamblea era numerosa y la participación total. Existe, me explicaron, un nuevo impulso pastoral, fundado en la reconstrucción de la fraternidad.

El cristianismo atiende primordialmente al espíritu de la creatura humana; pero, también orienta su vida social. Representa en la historia un conjunto de principios y valores, que derivan de la naturaleza del hombre, descubiertos en una reflexión de milenios: la vida y la trascendencia, la libertad, la igualdad y la solidaridad. Son propiedades del ser humano, forman parte de su esencia; no son dones de la sociedad o de la entidad política. Y no corresponden – como algunos pretenden – a los individuos de ciertos grupos, más o menos privilegiados, sino a todos, en todos los tiempos y lugares, cualesquiera sean sus condiciones particulares. Aunque ya figuraban en las primeras páginas del Génesis, no son exclusivos de los pueblos de tradición judeo-greco-cristiana. De ellos emanan derechos y obligaciones, estructuras y actividades reconocidos y puestos en ejercicio ante las circunstancias que los hombres han enfrentado a lo largo de la historia.

Ese conjunto de principios y valores arraigaron en Europa. Sus pueblos los enriquecieron con sus reflexiones y experiencias. No sólo – tiende a creerse! – en momentos de gran espiritualidad (como los de buena parte del siglo XIII), sino aún en otras épocas que podrían considerarse como negadoras (por ciertas actitudes anti eclesiásticas). El Renacimiento y el Humanismo brotaron en el mundo cristiano, que se interesaba en el conocimiento de la antigüedad y se acercaba a otras realidades físicas y humanas. Tampoco la Ilustración fue realmente anticristiana. El propio papa Pío VII, cuando era Obispo de Imola, mostraba comprensión ante el espíritu que la animaba: “no creo que la religión católica esté en contra de la democracia” (1797). E, incluso, podría decirse que la revolución y el marxismo surgieron como reacciones ante la negación en ciertos sistemas económico-sociales de la condición humana en su visión cristiana. Pero, derivaron en nuevas negaciones.

El número de quienes se declaran cristianos en muchos países de Europa disminuye desde los años `50: de más de 80% a menos de 60% en Francia, España o Alemania. Pero, aún supera 70% en Italia, Polonia o Dinamarca. Y en algunos países (Irlanda o Inglaterra) la fe forma parte de la identidad nacional. En el catolicismo el problema preocupa desde tiempo atrás. Y llevó al último Concilio. Su objetivo – confió Paulo VI (Evangelii Nuntiandi. 1975) – fue “hacer a la Iglesia del siglo XX cada vez más apta para anunciar el Evangelio a la humanidad”. Se requería presentarlo fielmente, “de una manera comprensible y persuasiva”, con los medios al alcance. Sólo el tiempo dirá si se alcanzó tal propósito: ¿Se evitó una caída mayor? O ¿se pudo sortear la crisis de otra forma? Factores particulares agravan el fenómeno: el laicismo francés ahora pretende erradicar cualquier referencia religiosa de la vida pública.

En cada tiempo la humanidad enfrenta desafíos que parecen insuperables. En realidad, surgen como resultado de su propia evolución. Por eso, su ordenamiento siempre será perfectible. La tarea de dominarlos corresponde a las organizaciones (sociales, económicas, políticas) de los pueblos de acuerdo a sus propias circunstancias. Pero, al mismo tiempo, cada ser humano enfrenta su propio desafío individual: su realización como persona (creatura de cuerpo y espíritu, de carácter racional) con un destino trascendente. Lograrlo, es responsabilidad de cada uno. Sin embargo, en su esfuerzo encuentra guía y camino en el mensaje que le ofrece la religión. Para los católicos es el expuesto por Jesús de Nazaret, de vigencia universal y permanente. Ahora mismo, mientras la Iglesia que fundó intenta llevarlo “de manera comprensible” a la “periferia” (en expresión del papa Francisco), pretende mantener interesadas en el mismo a las sociedades que siempre lo han escuchado y sostenido en Europa.

El mensaje de Cristo, predicado en extraña – pobre y rebelde – provincia romana está dirigido a todos los pueblos. En su visión, el Dios de Israel (ante Quien Isaías veía rendirse a todas las naciones), se muestra padre de todas ellas: les dio la vida, en un mismo origen. Temprano, Europa acogió el cristianismo (incluso pretendió su realización temporal). La creencia en el espíritu – y en los valores que lo acompañan – se hizo parte de su esencia. Animada de universalidad, contribuyó a su difusión. Pero, ahora, siente la tentación de la materia y su disfrute. Juega a no ser Europa!

Jesús Rondón Nucete es profesor titular de la Universidad de los Andes (Venezuela). 

Twitter: @JesusRondonN


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