Hace poco más de una semana se cumplieron los 50 años del golpe de Estado en Chile, orquestado por el general Augusto Pinochet. Un evento histórico que marcó no solo a su pueblo, sino también para toda la región, en una época donde gran parte del continente era dominado por dictaduras y gobiernos militares.

Vayamos al grano: ¿se puede justificar a un golpista?

Desde una perspectiva puramente legal, la respuesta tajante es no. Los golpes de Estado y las dictaduras trasgreden los principios básicos del derecho natural, suprimiendo los derechos fundamentales de quienes viven bajo el yugo de un gobierno antidemocrático.

Sin embargo, nuestra triste realidad dista de la idealidad jurídica, y las normas quedan relegadas a un segundo plano. Debemos ser pragmáticos. El mundo no se rige bajo el derecho.

El mundo rara vez se somete al imperio de la ley. La utopía del derecho queda tan distante como las quimeras filosóficas de Platón. En la práctica, las normas quedan relegadas indiscriminadamente a las circunstancias, y esto no ocurre solo en los gobiernos antidemocráticos.

¿Pueden entonces justificarse los golpes de Estado? De seguro hay cierto matiz. No todos los golpes son iguales, depende del contexto y del fin de dicho golpe. Cuando su fundamento es perpetuarse en el poder y servir solo a intereses particulares, como el caso de Maduro en Venezuela, la condena es incuestionable. Pero cuando el fin es rescatar a un país al borde del colapso, como hizo Lee Kuan Yew en Singapur, la ecuación cambia.

En la antigua Roma la dictadura nace poco después de la república. Era un mecanismo destinado a solucionar las crisis, que no eran solo militares. El dictador debía resolver esas dificultades que tenían un carácter excepcional. Y una vez que la crisis acababa, debía abandonar el cargo. No era un tirano que quería perpetuarse perennemente en el poder.

Así, los romanos, creadores de la república, entendieron que por más correcta que esta sea, ante las crisis, no era suficiente. Crearon la dictadura para que la república no caiga.

En la actualidad los golpes no deberían ser muy diferentes a lo que sucedía en Roma. El autor y docente universitario Ozan Varol plantea lo que llama “El golpe de Estado democrático”, estudio en el que postula “[…] el propósito principal de los militares en un golpe democrático no es la promoción de la democracia. Es la preservación de la estabilidad”.

Tal como hacían los romanos, o como hicieron en Singapur. El fin es salvaguardar el país, no volverse un déspota.

Que un gobierno sea democrático no significa que sea bueno. Muy bien lo plantea el jurista español Miguel Ayuso, cuando dice que la democracia, como fundamento de gobierno, es un error. Porque la pretensión de que el número mayor de personas pueden determinar lo correcto, lo mejor, no es -claramente- la verdad.

Hay que ser realistas. Las mayorías se equivocan. Eligieron a Chávez, a Allende, a Ortega o al mismo Castillo. La democracia permitió que los nazis tuvieran mayoría parlamentaria en la década de 1930, lo que llevó a Hitler al poder.

Entonces, cuando un gobierno, como el de Allende en su momento, está hundiendo a su país, dejándolo en hambre y miseria, así como el de Maduro o el de Fidel, ¿No es válido un golpe para derrocarlo del poder? ¿Alguien se opondría a que le hagan un golpe a Maduro?

¿Qué tan demócratas somos ante esas circunstancias?

Todo va de acuerdo con el contexto. Pero lo que es innegable es que muchos prefieren el orden, el respeto, la estabilidad del país y la seguridad dentro de él por encima de cualquier otra cosa, inclusive por encima del respeto infrangible de algunos de sus derechos.

Si el país se enfrenta al caos, a ese innegable, que puede o no haber sido desencadenado en efecto dominó por la democracia, puede avalarse un golpe de Estado. Y capaz, para algunos, también al dictador.

Artículo publicado en el diario El Reporte de Perú


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