Ilustración: Juan Diego Avendaño

El pasado 24 de junio una pequeña embarcación llena de migrantes –¿hasta 800?– zozobró en aguas del Mediterráneo, frente a las costas de Pylos (Grecia). Sólo 104 de los ocupantes fueron rescatados. Los otros –había cerca de 100 niños– murieron. Son algunos de los miles de seres humanos fallecidos (27.629 desde 2014) al intentar alcanzar un lugar donde vivir mejor. Tras enterarse, el mundo les dedicó gestos de pesar y expresó su rabia: ¡no eran hojas caídas arrastradas por las olas! Luego, otras noticias captaron la atención. La muerte se ha convertido en un hecho banal, ante el cual somos insensibles.

Precisamente por esos días el presidente de la Federación de Rusia –que se tiene a sí mismo como señor de vidas y bienes– en conversación con algún periodista había afirmado que su país posee frente a Ucrania una ventaja estratégica: la “fuente inagotable” de hombres para enviar a los sitios de combate (y por tanto ¡a la muerte!) para suplir las pérdidas sufridas. Los caídos se sustituyen … y se les proclama héroes de la patria. Sus puestos serán ocupados por otros, en sucesión ininterrumpida. La vida particular vale poco (tal vez en el presupuesto se convierte en una pensión para la familia). Las palabras de V. Putin se inscriben dentro de la tradición militar rusa. Son casi las mismas que, se dice, utilizó el mariscal Gueorgui Zhúkov –“tenemos infinidad de tierras y de hombres”– para referirse a las mejores posibilidades de la Unión Soviética frente a la Alemania nazi.

En efecto, las reservas de los soviéticos eran –como son hoy las de los rusos– “inagotables”. Y estaban disponibles. Según las cifras oficiales (adoptadas tras la apertura de los archivos ordenada por M. Gorbachov), unos 26,6 millones de soviéticos (casi 12,3 millones militares) murieron durante la Segunda Guerra Mundial. Fueron superiores a las de China, Japón, Alemania, Gran Bretaña y Estados Unidos. Los comandantes no cuidaban mucho a sus soldados; tampoco el gobierno. Lo hicieron, en cambio, los de las dos últimas potencias mencionadas. Por eso las pérdidas fueron considerables: alrededor del 15,6% de la población que, al comenzar la guerra, se acercaba a los 170 millones. A finales del siglo XX los rusos abandonaron el materialismo marxista. Son hoy cristianos ortodoxos. Pero su concepto del hombre se mantiene: una pieza de la maquinaria estatal que, como tal, está al servicio de la Patria (especialmente los de las regiones asiáticas).

Las guerras no terminaron con la rendición de Japón (1945); y la retirada de las potencias occidentales de sus antiguas colonias no resolvió todos los problemas. La partición de la India (1947) supuso el desplazamiento de 15 millones de personas. En las décadas siguientes los conflictos se hicieron permanentes y causaron “tragedias humanas descomunales”: en Vietnam, Camboya, Biafra, Congo, Ruanda, Siria, Yemen. La descolonización no satisfizo las aspiraciones de los pueblos africanos o asiáticos. Muy pronto comprendieron que el establecimiento de un gobierno propio no garantizaba el ejercicio de las libertades de las personas ni el progreso económico y social. Las tiranías, los enfrentamientos y los genocidios causaron la muerte o la migración forzosa de millones de hombres. mujeres y niños. Huyeron a países vecinos o a otros continentes. Miles han quedado en los caminos o en las aguas de los mares que trataban de atravesar en embarcaciones improvisadas.

Algunas de las revoluciones del siglo XX se hicieron con el propósito de liberar al hombre de las fuerzas que lo oprimían; pero le impusieron su desaparición en el Estado, cuando no su liquidación física. En Rusia, durante la guerra civil murieron 4,5 millones de personas y en China un número mayor (imposible precisar cifras!) sólo durante la “revolución cultural”. Ha ocurrido lo mismo en América Latina. Los movimientos inspirados en aquellos – ¡prometían la promoción del hombre!– provocaron destrucción y muerte. En Venezuela se desató la violencia contra los ciudadanos desde comienzos de este siglo: el poder “revolucionario” les privó de derechos, bienes y servicios, al tiempo que les dejó sin protección alguna. Murieron más de 350.000 –niveles de una epidemia o un genocidio– por acción de delincuentes o de funcionarios armados.  Fue esa una de las causas de la emigración masiva, que emprendieron 7,18 millones de venezolanos.

En muchas de nuestras sociedades parece normal poner fin a la vida de quienes aún no han nacido. Aunque se encuentran vinculados al cuerpo de la madre, tienen existencia propia y disponen del ADN, las “instrucciones” biológicas para su desarrollo.  Aunque sujetos de derechos, son los seres humanos más indefensos. Se alega, para justificar la interrupción del embarazo, más allá de los casos tradicionalmente tolerados, el derecho de la mujer a la salud y a disponer de su cuerpo y su destino. Aunque las normas difieren mucho, anualmente se realizan millones de abortos: 930.000 en Estados Unidos y más de 90.000 en España (2020). Esas cifras incluyen porcentajes importantes de creaturas que ya estaban en capacidad de sobrevivir de haberse producido un accidente durante el embarazo. Por eso, en años recientes se ha fortalecido un movimiento contrario a autorizar el aborto (especialmente después de transcurrido un tiempo de la concepción).

En sociedades donde las mujeres tienen menos posibilidades de desarrollar sus capacidades, es frecuente el “asesinato selectivo” de niñas durante el embarazo o el nacimiento. Allí, las estadísticas muestran que hay más niños que niñas. ONU-Mujeres estimó (2020) que faltaban en el mundo 142,6 millones de mujeres (72,3 en China y 48,5 en India). Por otra parte, algunos –como los nazis del programa AktionT4– justifican la muerte intencional de quienes sufren una circunstancia que les impide llevar una existencia digna y útil. Olvidan que son seres humanos con derechos y esperanzas.   En fin, se discute ahora la posibilidad de autorizar la muerte consentida de quienes tienen dificultad, por edad o enfermedad, para conservar la vida en condiciones apropiadas. Pero, se reconoce ya como un derecho de la persona «morir en forma digna» (que supone la obligación de proporcionar las condiciones que lo hagan posible).  La muerte, pues, es tema abierto.

El hombre no fue hecho para la inmortalidad física. Por eso, su vida, fundamento de su acción y origen de sus derechos, se tiene como el bien más preciado. Además, se proyecta junto con la de los demás en la formación y progreso de la sociedad. Pero, su tiempo es breve, por lo que en la historia se ha pretendido prolongarlo. Gracias a la ciencia se ha logrado bastante. Hoy es más largo que en la antigüedad (poco más de dos décadas), la Edad Media (alrededor de 30 años) o tres cuartos de siglo atrás: en 1950 la esperanza de vida era de 46,5 años. En 2021 se elevó a 71 años (con diferencias notables entre los países). Se hacen esfuerzos para mejorar las cifras, especialmente las de África subsahariana (60 años). Sin embargo, simultáneamente –¡contradicciones del ser humano!– se fabrican armas cada vez más sofisticadas y eficaces para matar.

Tras la catástrofe provocada por los regímenes totalitarios (transpersonalistas), parecía –optimismo excesivo?–  que surgía una sociedad humanista. Pero, descubrimos ahora que en la heredada por nuestro tiempo la vida tiene escaso valor, como si se pudiera prescindir de ella. Todas las muertes mencionadas atrás así lo muestran. En realidad, se quiso fundar una nueva sociedad, sin considerar el papel del espíritu. Como si fuera posible reducir el hombre a materia (ideas, emociones, realizaciones serían producto de procesos biológicos que pueden ser creados por una inteligencia artificial). Es apenas, afirman algunos, el resultado de un accidente –el encuentro azaroso de células procreadoras– y termina con la muerte.  Se puede prescindir de aquel. No es ese el concepto que ha predominado en las grandes civilizaciones. En algunas, como la nuestra, occidental y cristiana, se llegó lejos: el hombre es una creatura racional, dotada de dignidad especial y llamada a un destino trascendente.

Luego de buscar al hombre, la sociedad se deshumaniza. Es la tentación permanente, desde la antigüedad, aún durante el Medioevo y el Renacimiento, modelos distintos de humanismo. Tentación de todos los lugares. Lo muestran las poblaciones arrasadas en las rutas de expansión de los árabes, los mongoles o los europeos, los millones de africanos esclavizados y transportados a través de océanos o desiertos o los millones de judíos sacrificados durante el Holocausto. El hombre, amenazado por cada progreso o los caprichos del poder. Porque –lo supo Adán– el hijo que era “una bendición de Jehová”, se llenó de pasiones destructoras.

@JesusRondonN  


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