Ver la noticia de la muerte de Mubarak esta semana me remontó en el tiempo. Conocí a Mubarak, asistí a su “coronación” como rais de Egipto. La historia tal como la recuerdo es la siguiente.

Iniciaba mi carrera diplomática como tercer secretario en El Cairo, Egipto, cuando Anwar el-Sadat fue asesinado el 6 de octubre de 1981.

En mi memoria está vivo el impacto que tuvo en la opinión pública internacional ese magnicidio que sin duda tomó a todos por sorpresa, especialmente a quienes teníamos como responsabilidad analizar el entorno de ese país en esos tiempos, caracterizados por una gran admiración hacia quien fue Premio Nobel y acababa de firmar los acuerdos de paz con Israel. Una gran hazaña para la época y aplaudida sobre todo por el mundo occidental.

Recuerdo el silencio que se produjo en la ciudad, una de las más ruidosas del mundo. El Cairo, contrario a como siempre era, parecía un claustro. Durante las exequias del presidente apenas algunos salieron de sus casas. A diferencia del sepelio multitudinario de Nasser, este solo contó con la asistencia impresionante de jefes de Estado y delegaciones de todas partes del mundo.

Como joven analista me preguntaba: ¿por qué no salió el pueblo a despedirlo? ¿Cuál era la razón por la que ese pueblo, que entendíamos quería a su rais Anwar, no se había estremecido por la muerte de su líder?

El nuevo presidente era Mubarak. No era extraño en la política. Venía de ser un sumiso vicepresidente y héroe de la Guerra de Yom Kipur entre Egipto e Israel. Se le veía como la continuidad del régimen de Sadat y su permanencia debía ser de transición ante tan inesperado giro de los acontecimientos políticos. Por supuesto, para Occidente, Israel y especialmente Estados Unidos, la desaparición brusca del presidente de Egipto complicaba el frágil equilibrio que existía en la región. Había costado mucho esfuerzo y negociación para que Israel y Egipto, después de las cruentas guerras que libraron y vistos como enemigos inconciliables, hubiesen sido capaces de superar las diferencias y firmar un tratado de paz.

Mubarak se implantó en el poder. Duró más tiempo en el poder del que debía. Se retiró a tiempo después de las movilizaciones masivas en El Cairo, pero el peso de su abuso a lo largo de los años lo llevó a la humillación de la cárcel.

Al pueblo egipcio Nasser les dio esperanza, Sadat les dio paz y Mubarak debería ser el de la prosperidad. Pero esa última no llegó. El pueblo egipcio se sumergió en más pobreza, mucha corrupción y un sistema democrático solo de forma, que le permitió al oficial de la Fuerza Aérea ganar todas las elecciones, hacerse de una fortuna indebida y mantener un régimen represivo que basa su sobrevivencia en el control absoluto del aparato del Estado. Su rol de bisagra en el conflicto árabe–palestino le ha permitido la confianza de Occidente y desempeñar un rol de liderazgo con los países moderados de la región. Estados Unidos ha mantenido una ayuda económica desorbitante, que más ha servido para llenar los bolsillos de sus jerarcas, que contribuir a reducir la gran pobreza de esa nación a la que se le suma un gran déficit de democracia.

Por ello mi pregunta: ¿por qué se aferran los hombres al poder? Es una incógnita que es difícil de responder. ¿Quién les da derecho ético para querer someter a sus pueblos a sus designios por tantos años? Sabemos que son más el resultado de los abusos del control del poder, la represión y el engaño permanente que el verdadero apego de sus conciudadanos a esos liderazgos.

El mundo está lleno de ejemplos en este sentido. ¿Cómo se puede gobernar por años, sin resultados visibles para los pueblos y se aspire a seguir rigiendo los destinos de una nación?

La sola aspiración de que su hijo lo sucediera ya de por sí es una más de tantas aberraciones de este hombre que aparece en la política por circunstancias de la historia y la suerte. La decena de balas que le dispararon a Sadat, quien estaba a su lado, apenas lo rozaron. Si algo es seguro es que nunca se imaginó esa fatídica mañana, mientras desfilaban las tropas frente a él, que horas después sería el sucesor de Anwar el-Sadat y menos aún que gobernaría ese extraordinario país por casi treinta años. Gobernó, pero sin legado para la historia.


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