Pocas veces ha sido tan discutido un viaje de un gobernante europeo como el del canciller de Alemania Olaf Scholz a China. Ni en Estados Unidos, ni en la UE, y probablemente ni en la OTAN, mucho menos al interior de Alemania, e incluso dentro de su propia coalición, han cesado las críticas al imperturbable canciller. Pero en contra de todas las resistencias, Scholz se decidió a viajar. Y viajó.

Algunos días antes del viaje, también en contra de la mayoría de su coalición, Scholz había dado un golpe de autoridad al dar paso libre a las inversiones chinas en los terminales portuarios de Hamburgo. No están los tiempos para business as usual dijeron casi a coro sus innumerables críticos, anteponiéndose a la conocida costumbre de Scholz de separar los ámbitos de la economía con los de la política.

Scholz, en continuidad con Merkel, parece estar plenamente convencido de que la razón política debe ser abordada solo cuando funciona la razón económica (por cierto, una opinión muy liberal). El caso ruso pareciera, sin embargo, demostrar lo contrario. Putin, en contra de cualquiera consideración, arriesgando incluso sanciones que harán retroceder a Rusia en décadas, invadió a Ucrania de acuerdo a sus ambiciones políticas, geopolíticas y militares, pero en ningún caso económicas. Frente a los incesantes esfuerzos realizados por Scholz para mantener el lucrativo negocio con el gas ruso, base energética de la industria alemana, tuvo que ser el mismo Putin quien al cerrar la llave de los gaseoductos lo obligó a cambiar de postura. O te calientas con gas ruso, o ayudas a Ucrania, pero no las dos cosas, fue el mensaje brutal de Putin. Scholz hubo de decidirse lentamente por apoyar, a veces muy a regañadientes, a Ucrania.

Sin embargo, otra vez, enfrentado al dilema de la que para unos es la amenaza de  China, y para otros, una gran oportunidad de hacer negocios globales, Scholz decidió lo último. ¿Ha tropezado con la misma piedra? No lo sabemos. Al fin y al cabo, puede haber pensado Scholz, China no es Rusia ni Xi Jinping es Putin y yo soy Scholz. Y, evidentemente, nos guste o no, hay argumentos que podrían favorecer esa tenaz actitud.

China es una potencia económica y militar. Rusia es una potencia militar y solo muy en segundo lugar, económica. Putin es un gobernante alucinado que escapa a cualquier tipo de control sea político o institucional. Jinping (sobre todo después del último congreso del PCCH), también está situado por sobre el partido y el ejército. Pero mal que mal sus decisiones deben ser procesadas por un complejo aparato colectivo: ese partido que a la vez es el Estado.

Haciendo un símil con una empresa económica, Jinping es el gerente de una gran empresa llamada China. Putin en cambio es, o cree ser, propietario de un arsenal llamado Rusia. Las diferencias entre un gerente y un propietario saltan a la vista. Atendiendo a esas razones, Olaf Scholz viajó a conversar con el gerente Jinping, acompañado por un reducido pero muy selecto grupo de representantes económicos: uno del Deutsche Bank, el otro de la industria Siemens y el tercero de la BWW: la no santísima trinidad de la economía alemana: las finanzas, la tecnología y la energía. Los tres representantes, durante los protocolares intercambios de opinión entre Jinping y Scholz, conversaron intensamente con sus pares chinos. Puede que ni Scholz haya sabido sobre qué hablaron.

La gran paradoja fue que la aparente sumisión de Scholz ante el poder económico chino le permitió regresar con un inesperado trofeo político el que exhibió como muy importante para el curso de la guerra de Putin en Ucrania: una declaración de Jinping en contra del uso de dispositivos nucleares, justo en los días en que Putin amenazaba a Occidente con una guerra nuclear. Putin debe haber sentido el frío de un aislamiento que si no fuera por el “caso Taiwán”, sería todavía más frío.

¿Conversó Scholz con Jinping sobre Taiwán? Hasta ahora nadie lo sabe. Probablemente, no, o muy poco. De acuerdo a su lógica inmutable, Scholz debe creer que así como China no es Rusia, ni Jinping es Putin, Ucrania tampoco es Taiwán. Desde un punto de vista formal, no podemos negar que Scholz puede tener algo de razón. Taiwán está en otro continente, muy alejado de Europa, no es una nación internacionalmente reconocida, y China (todavía) no ha invadido a la próspera isla.

Los derechos reclamados por China sobre Taiwán tienen, además, una solidez histórica de la que carece Rusia en Ucrania. China desde los acuerdos suscritos por Kissinger con Mao, es una sola China, Taiwán incluido. El mismo Biden ha reafirmado esa posición: «Estamos de acuerdo“ -dijo textualmente – “con la política de Una Sola China. La firmamos y todos los acuerdos correspondientes se hicieron a partir de ahí, pero la idea de que (Taiwán) se puede simplemente tomar por la fuerza, no es apropiada».

Ucrania no es Taiwán. Ucrania es una nación europea acreditada como tal ante la ONU. Por eso la mayoría de los gobiernos europeos sintió la agresión de Putin a Ucrania como una agresión a toda Europa. En cambio, lo que separa a Taiwán de China no es una tradición, ni una cultura, ni una acreditación internacional, sino solo un sistema económico y político diferente. Un sistema occidental con el cual la mayoría de los ciudadanos taiwaneses se sienten identificados, de eso no cabe duda, pero no suficiente para acordar a Taiwan un status nacional.

Naturalmente, en caso de una invasión a Taiwán, y de una intensificación militar del conflicto entre Estados Unidos y China, Alemania, como miembro de la OTAN, deberá ponerse al lado de Estados Unidos del mismo modo como Estados Unidos se puso al lado de Europa frente al avance de Putin en Ucrania. Sin embargo, los acuerdos suscritos con la OTAN y con Estados Unidos no pueden hacer olvidar que los intereses estratégicos de Estados Unidos y Europa, siendo muchas veces coincidentes, no son ni pueden ser los mismos. Algo que los gobernantes franceses desde de Gaulle a Macron no se han cansado de remarcar.

Mirando el problema desde otra perspectiva: El enemigo fundamental de Europa es en estos momentos Rusia. Pero de acuerdo a la versión estadounidense, Rusia es un enemigo militar y no un enemigo global; así lo ha reiterado Biden. En cambio China es el enemigo global (político, económico, o sea estratégico) aunque, todavía, no-militar. Para Europa, y por ende para Alemania, eso no puede ser así.

Rusia ha invadido a Europa a través de Ucrania independientemente a que Ucrania no sea miembro de la UE y de la OTAN. Europa, visto así, tiene el derecho y el deber de defenderse frente a un invasor territorial. Ucrania lucha en nombre de Europa, lo han dicho casi todos los gobernantes europeos. Que lo crean o no, no tiene ninguna importancia.

No sabemos si fueron estas reflexiones las que impulsaron a Olaf Scholz a emprender su discutido viaje a China. Pero sí sabemos que en Alemania muchos observan que su canciller tiene una mentalidad pragmática. De acuerdo con esa característica, Scholz no habría incurrido en ninguna falta frente a los demás países europeos pues la UE, a diferencia de Estados Unidos, no tiene una estrategia común frente a China. Por lo tanto, nadie puede ser responsable, Scholz tampoco, por haber fallado frente a una política o a una estrategia que no existe.

En términos generales, la UE tampoco tiene una política coherente frente a Rusia. Cuando más, sus resoluciones han surgido de principios o acuerdos que no todos los países afiliados cumplen. Así se explica por qué un presidente como el húngaro Orban puede aparecer ante la faz pública como aliado objetivo de Putin sin que nadie pueda cuestionarlo dentro de la UE. El mismo Putin, dándose cuenta de la orfandad política de la UE, ha manifestado en un par de ocasiones que no tendría nada en contra de Ucrania si esta ingresara a la UE. ¿Qué demuestran estos hechos? Parece estar claro: si Europa quiere ser una Europa unida, es preciso que la UE sea algo más de lo que ahora es: un gigante político y militar y no solo una federación financiera. Que no lo sea, no es culpa de Scholz.

Europa está unida militarmente con Estados Unidos por intermedio de la OTAN, ese es su compromiso histórico ineludible. Pero el presidente Macron ha propuesto que, además de su filiación a la OTAN, Europa debe crear una unidad militar propia. Sin embargo, desde los tiempos de Clausevitz sabemos que una unidad militar sin unidad política no puede funcionar. Por ahí debió haber comenzado Macron.

La guerra en Ucrania ha demostrado una unidad emocional europea que Putin seguramente no esperaba. Pero, lamentablemente, también ha mostrado que la conducción política de la UE ya no funciona como en los tiempos en que Inglaterra formaba parte, junto a Alemania y Francia, de su eje hegemónico.

La salida de Inglaterra de la UE, más que una pérdida económica, significó una gran pérdida política para la unidad europea. El eje Francia-Alemania, por sí solo, no está en condiciones de hegemonizar ni siquiera informalmente a Europa, más todavía si sus gobernantes no parecen coordinar entre sí, como es el caso de Scholz y Macron. En cierto modo, hay que concluir, el destino de Ucrania depende más de la buena voluntad de los gobiernos europeos que de Europa en su conjunto. Por ejemplo, es un secreto a voces que los gobiernos de Francia y Alemania estarían dispuestos a sacrificar una parte de la territorialidad ucraniana a favor de una paz europea. No así gobiernos como los de Polonia, Suecia, Finlandia y los países bálticos que sienten el aliento de Putin en sus cercanías. Europa unida está menos unida de lo que quisiera aparecer ante la opinión pública mundial.

Scholz pensó y actuó por su cuenta y nadie puede criticarlo por eso. China, desde su perspectiva pragmática, es un gran socio económico en una economía cada vez más global. Mientras más intensa sea la relación económica con Europa, más lejos estará China de Rusia, pudo haber deducido Scholz (al fin y al cabo así pensaban sus antecesores Helmuth Schmidt, Gerhard Schröder y Angela Merkel). Para desactivar una eventual estrategia militar entre China- Rusia, es preciso acercarse a China. Ese acercamiento, para que sea político, debe ser primero económico. En fin, Scholz parece estar convencido de que si llega el momento en que China deba decidir entre apoyar a Rusia en sus aventuras geopolíticas o mantener lucrativas relaciones con los mercados europeos, deberá optar, le guste o no, por lo último.

Sin embargo, lo que no sabe Scholz ni nadie, es lo que piensa el hermético Jinping. Quizás lo mismo que Scholz, pero en sentido exactamente contrario: mientras más ligada esté Europa a China, más fácil podrá China imponer condiciones políticas y militares a Europa y después a Estados Unidos. ¿Quién tendrá la razón en este juego? Puede que ninguno, pero en ningún caso los dos.

La historia, lo hemos comprobado, siempre ha sido escrita con letras muy torcidas.

Publicado en el portal de Fernando Mires, POLIS: Política y Cultura


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