Hace 100 años nació en Maracaibo Alfredo Tarre Murzi. Para muchos mejor conocido como “Sanín”.

El 25 de diciembre es para todos un día especial. En mi casa aún más, pues celebrábamos el cumpleaños de mi padre. Cientos de amigos se acercaban a comerse una hallaca y a brindar con y por el cumpleañero. Para mi mamá era una ocasión especialmente difícil, pues el número de comensales era totalmente incierto. Habían “habitués” de larga o corta data y decenas de personas que mi papá invitaba al encontrarse con ellos en cualquier lugar. La fiesta, como es natural, se prolongaba durante todo el día y el centro de atención era el anfitrión. Pero en este caso, más que una atención de cariño o cortesía hacia quien conmemoraba su nacimiento, lo que todos querían era  oír a Sanín.

Tuve el privilegio de ser hijo de una persona que se destacó en muchos campos: la política, la diplomacia, la docencia y muy especialmente el periodismo. Pero el recuerdo que guardaré siempre, tanto de la celebración aniversaria como de cualquier otro evento que agrupara a un grupo de amigos, es el de un gran conversador. El mejor que yo haya conocido nunca. La simpatía, el sentido del humor, la cultura, el manejo mordaz de la ironía, la memoria para las anécdotas, la velocidad en la réplica y una que otra mentirilla blanda, hacían de él el centro de cualquier tertulia.

Ese don para la conversa, como decimos en criollo, se trasladaba a sus escritos. Tanto a aquellos “serios” que llevaban la firma de Alfredo Tarre Murzi, como las columnas y libros que rubricaba “Sanín”.

Se podrían hacer muchos comentarios sobre la obra de mi padre, como profesor, cronista de viajes o de arte, embajador, parlamentario o  ministro. Pero quiero centrarme en el recuerdo de su columna, “Palco de sombra”, publicada casi siempre en El Nacional y en los libros también escritos por su  heterónomo, pues Sanín era algo más que un seudónimo.

Tenía una novedosa forma de percibir la realidad, capturaba los encantos de la sutileza y del pequeño detalle para nutrir textos mordaces con tremenda carga subjetiva pero de contundencia y relevancia difíciles de igualar.

A través de toda su obra se fue develando una gran pasión  por Venezuela, a veces muy cargada de escepticismo, puesta de manifiesto de manera acentuadamente sarcástica y sin “pelos en la lengua”. Creía, coincidiendo con su admirado Voltaire, en un sentimiento universal e innato de la justicia, que debía reflejarse en nuestras acciones y en todas las sociedades y creía como el renombrado filósofo, en la fuerza de la razón matizada por las debilidades de la condición humana.

Estoy seguro de que quienes fueron sus lectores recuerdan, como yo, cómo se esperaban los martes y los jueves para ver qué iba a decir Sanín, a quién iba a descargar o qué méritos y aciertos serían reconocidos.

¡Qué falta ha hecho Sanín en esta Venezuela del “llanto y del exilio”! Murió antes de ver a su país destruido por una banda de ignorantes, incapaces y pillos que como nunca antes en nuestra historia hicieron de la patria un campo de concentración y de nuestras riquezas un botín.

Unas últimas líneas para algo muy personal: en ese extraño ciclo que ve desarrollarse la relación del hijo con el padre, el recuerdo se va agigantado y la ausencia trae consigo humedad en los ojos, agradecimiento infinito y la tremenda tristeza por no haber sabido evidenciar de manera superlativa todo lo que lo quise y aún quiero.

Bajo la sombra de ese árbol tutelar crecí y me formé. Es tanto lo que le debo a Alfredo Tarre Murzi y a mi mamá, que en el otoño de la vida, rodeado de hijos y nietos, las palabras quedan cortas, los dedos se atropellan en el teclado y no puedo menos que agradecer a Dios por el padre y la madre que me dieron.

 


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