Caudillismo, populismo, revolución: los valores democráticos no la han tenido fácil integrándose al imaginario colectivo en América Latina. La inestabilidad institucional ha sido una constante en la historia republicana de la región. Los números son elocuentes: en el siglo XIX existieron 115 constituciones en los 18 países de Latinoamérica. Estas eran percibidas como un medio para alcanzar un fin, no como documentos inviolables que debían servir a ideales y nunca a hombres, como sucedió en Estados Unidos.

Había ya en aquel momento una obsesión personalista con líderes carismáticos que modificaban la carta magna cual traje a la medida, sin mayor legitimación que la de su carisma y, posiblemente, el supuesto carácter social de las modificaciones. Eran los tiempos del caudillismo, aquel fenómeno político en el que se le otorga una potestad casi absoluta al líder carismático en cuestión. Las propuestas violentas o golpistas de este se ven entonces justificadas por su supuesta autoridad moral. Los conceptos republicanos no estaban arraigados en la población, y el caudillismo prevaleció (y prevalece).

Los colonizadores españoles no habían dejado terreno fértil para las ideas democráticas. Mientras que pensadores ilustrados como Hobbes, Locke y Adam Smith influenciaron a gran parte del mundo intelectual inglés a partir del siglo XVII, en España prevalecieron conceptos medievales acerca del poder. El pragmatismo de la Ilustración acercaba a parte de Europa al liberalismo y la democracia, pero la tradición monárquica española era dura de matar: hasta bien entrado el siglo diecinueve continuó justificándose el poder por medio de la gracia de Dios.

Para la Corona española la influencia de Tomás de Aquino fue inmensa. Este era un filósofo humanista, pero medieval en cuanto a su concepto de Estado. Para Aquino, la soberanía provenía de Dios y fluía hasta el pueblo, pero quien debía interpretarla era la autoridad, elegida por Dios. El monarca mandaba en forma absolutista y los súbditos servían. Esta glorificación de la Corona llevó a que en la antesala a las guerras de Independencia se protestara en contra de la autoridad local (virreyes o alcaldes), mientras que la legitimidad real no era puesta en duda.

Tuvo que haber un vacío de poder durante la invasión napoleónica para que se cuestionase el orden tradicional en las colonias americanas. Fue entonces cuando por primera vez el liberalismo empezó a abrirse camino en España: nacieron las cortes de Cádiz. Fácilmente podemos imaginar la inexistencia fáctica de los valores liberales en Latinoamérica durante aquellos años, producto de una herencia intelectual española que había sido exclusivamente monárquica. Solo algunas élites privilegiadas habían tenido acceso a los autores de la Ilustración. Bolívar y Miranda fueron ávidos lectores de Montesquieu, Hobbes y Adam Smith, sin lo cual probablemente no hubiesen llevado a cabo la épica independentista. La población general, atada todavía a un orden feudal y esclavista, heredó inevitablemente el binomio monárquico rey/súbdito, y lo trasladó al recién llegado orden republicano.

La legitimidad divina que hasta entonces tenía el rey tuvo su versión laica en la entrega ilimitada de poder al caudillo. Al primero lo legitimaba la gracia de Dios y al segundo el carisma, pero ambos gozaban de un aura mítica que no permitía reparar en cuestionamientos de orden legal o constitucional. Los conceptos “República” y “democracia” representaban ideas abstractas que no pudieron establecerse como elementos legitimadores frente al poder magnético del caudillo carismático.

Esta tradición tuvo por necesidad una influencia enorme en el desarrollo de los gobiernos populistas que vimos el siglo pasado y que seguimos viendo en la actualidad. Se le atribuyen características mesiánicas a un líder que promete el regreso a un mejor pasado o un salto a futuros utópicos, y los cambios a la constitución fluyen con total naturalidad. La herencia monárquica hecha caudillismo llega a la modernidad en figuras como Chávez o Lula. El carisma se convierte una vez más en el elemento decisivo, se manipula a la opinión pública apelando a las emociones del electorado y la irracionalidad empieza a dominar el paisaje político.

El mundo intelectual de la colonia dejó como herencia una inestabilidad institucional que, unida a la omnipresente desigualdad social de la región, le abre las puertas a tendencias populistas de diversos tintes ideológicos. Las repúblicas latinoamericanas, construidas sobre arena, difícilmente pueden aguantar esas turbulencias. Ahí está, como la más lamentable evidencia, la “República Bolivariana de Venezuela”.


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