La semana pasada el mundo fue sorprendido por la repentina liberación de 222 presos políticos nicaragüenses, la mayoría encerrada en las ergástulas orteguistas a partir de las protestas de 2018. Este acontecimiento nos recuerda que todas las dictaduras -y hasta cierto punto, los regímenes autoritarios en general- construyen cortinas de hierro que hacen que sea muy difícil conocer sus interioridades y adelantarse a sus medidas y movimientos.

Ahora bien, más allá de celebrar -de manera muy circunspecta, por las flagrantes violaciones de los derechos humanos que acompañó a la liberación, dejando en condición de apátrida a los beneficiados- el inusual y masivo indulto nos coloca, ciertamente, en el trance de establecer una comparación con el drama venezolano, por la estrecha relación que guardan ambos regímenes, reductos, juntos con Cuba, de lo más atrasado de las izquierdas dogmáticas y bonapartistas del mundo.

Quizás lo primero que sale a relucir es lo casi multitudinario de la excarcelación ordenada por Ortega, a simple vista generosa, si la comparamos, por ejemplo, con el escenario nuestro, donde después de tortuosos e interrumpidos procesos de negociación, apenas se alcanzó recientemente la liberación -polémica, por demás- del general Miguel Rodríguez Torres. El contraste luce notable. Para sus adentros, más de un compatriota, seguramente, se estará lamentando de la excesiva dureza del superbigote autocrático, al compararlo con el mostachudo sandinista (o quizá mejor, según sus excompañeros, seudosandinista).

Es evidente, sin embargo, que nuestro Somoza 2 (como es catalogado por muchos de sus connacionales) no tiene una pizca de generoso. Su decisión fue consecuencia de las sucesivas sanciones que ha recibido su régimen por parte de Estados Unidos, la última de las cuales, a finales de 2022, estableció severas prohibiciones al sector del oro nicaragüense, además de varias restricciones a las inversiones, así como la prohibición de viajar a Estados Unidos a más de 500 altos funcionarios. En el lenguaje del boxeo, un golpe al hígado para una economía pequeña como la del país centroamericano.

Todo apunta, entonces, a que Ortega, enseñoreado y ensoberbecido por su dominio de los últimos tiempos, potenciado por el fracaso de las vibrantes protestas de 2018 en el objetivo de sacarlo del poder, y el virtual barrido que ha hecho de toda la oposición y de la sociedad civil, actuó con no poco desespero, y le sacó una banderita de la paz a la administración Biden. El tinglado que había construido por años, manteniendo una relación de alianza y tutoría con los gremios empresariales reunidos en Cosep (gracias los cuales mantuvo un régimen de libre mercado), y manteniendo muy buenas relaciones económicas con Estados Unidos y otras grandes economías occidentales (él nunca se tomó en serio el socialismo del siglo XXI de Chávez), se le está derrumbando, y no había sopesado claramente sus consecuencias. Algunas informaciones dan cuenta de que la decisión se precipitó por las presiones del Ejército, quien ha ido perdiendo los beneficios que consiguió con el esquema corporativo milico- empresarial, legado del modelo socialista cubano, que también han imitado Chávez y Maduro.

A diferencia de este último, Ortega carece del respaldo y la capacidad de negociación que brinda la existencia de unas amplias reservas petroleras. He ahí un punto clave en la comparación, que explica, al menos en parte, cómo sus limitaciones y carencias lo llevaron a esta intempestiva “generosidad”. El petróleo, la explotación ilícita del oro y demás valiosos minerales -compendiados en el lesivo e inconstitucional Arco Minero del Orinoco- junto al contexto internacional creado por la invasión de Rusia a Ucrania, le han dado a Maduro un pequeño colchón para seguir retrasando las negociaciones, y no hacer, a estas alturas, concesiones significativas.

Es obvio que el contexto y los tiempos, por una parte, y el tipo de régimen, por la otra, sientan importantes diferencias en las respuestas de ambos gobiernos a la presión externa y al eventual avance hacia una transición política. Ortega libera de sopetón a numerosos presos para empezar a negociar, Maduro suelta apenas a un jefe de seguridad disidente para continuar su lento y tortuoso proceso de negociación. El primero empieza a resentir el desmejoramiento, por efecto de las sanciones, de lo que había sido una economía relativamente solvente -que respetaba a los grupos privados-  y teme la pérdida del apoyo de los miliares y de su base política; el otro encuentra que la recuperación en el consumo que se había alcanzado en pequeños nichos sociales y limitadas localidades del país, no era más que -como se le había advertido- una burbuja, y que faltan grandes recursos externos y un programa sensato para reactivar un aparato productivo destruido por el estatismo, la corrupción y la ausencia de un marco jurídico confiable, en un escenario  donde las sanciones han afectado pero no han sido lo determinante.

Más allá de la ideología común que los identifica, hay, de la misma manera, diferencias significativas en la índole de ambos regímenes. El de Ortega ha evolucionado cada vez más hacia una dictadura tradicional, de esas típicas en la América Latina de inicios y mediados del siglo XX, donde ni la Iglesia escapa de la persecución y el encarcelamiento, con actos que se acercan a las más grotescas barbaries de tiempos pasados (de hecho, quitarles la nacionalidad a tantos ciudadanos al mismo tiempo, es algo que no ocurría desde los tiempos de nacionalsocialismo y algunas dictaduras de fines del siglo XX y comienzos del siglo XX).

El de Maduro sigue siendo (pese a la tentación recurrente de seguir las prácticas orteguistas) más bien un régimen autoritario poco competitivo, que se esfuerza en mutar hacia el modelo chino (un país, dos sistemas), pero que, en medio de tensiones y presiones tanto internas como externas, tiene ante sí la opción de una transición hacia la apertura política, teniendo el ejemplo de los gobiernos de la izquierda democrática-liberal que ha tomado el poder en muchos países de la región.

@fidelcanelon


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