Para el gobierno chino está resultando difícil establecer prioridades y estrategias de actuación cónsonas con ellas en sus frentes de política interna y externa. Es que el entorno se ha ido desordenando y complejizando dentro de la crisis mundial que ha seguido a la pandemia del COVID-19.

Hay en la actualidad asuntos que requieren de atención inmediata porque tienen que ver con la estabilidad interna de un país que alberga casi 1.500 millones de ciudadanos que atender. Estos son los relativos a la contención sanitaria de la pandemia y en este terreno, por fortuna, el coloso de Asia se encuentra en una posición de partida más ventajosa que el resto del mundo.

En otros campos no corre con esa suerte. Hay temas de atención impostergable como los económicos. Es preciso encontrar fórmulas para aliviar el impacto inmediato a sus ciudadanos, producido por la desaceleración de la propia economía china, sujeta, a su vez, a las consecuencias de la recesión experimentada en el resto del mundo.

Hay otra área de conflicto en la que intervienen factores externos de gran calado y tienen que ver con el deterioro de las relaciones entre Pekín y Washington, un tema que lejos de detenerse ha ido adquiriendo grandes decibeles. Donald Trump no ha cejado en su propósito de desacoplarse de China y para ello estudian planes concretos destinados a restringir el comercio y reducir las inversiones en suelo asiático.

Las sanciones americanas en contra de China no solo se mantienen sino que se acrecientan. Lo vimos con detalle la semana pasada al examinar su posición con relación a la imposición de una ley de seguridad aprobada por el Congreso del Pueblo para meter en cintura a Hong Kong.

Ahora un paso adicional para escalar los desencuentros con Estados Unidos entra en juego. Se trata de la imposición de sanciones no a la nación sino a los particulares.  Washington, de entrada, ha penalizado a cuatro dirigentes del Partido Comunista chino y del gobierno en la región de Kingian, un castigo en nada se relaciona con la política bilateral. Se trata de una denuncia contra la represión que el gobierno chino está aupando en este enclave. La acción norteamericana lo que busca es evidenciar las violaciones de derechos humanos que tienen lugar en esta región autónoma aigur, de la que son objeto 1 millón de ciudadanos presos en campos de reeducación. Pero de nuevo este movimiento es considerado, en los círculos de poder chinos, como una indeseada interferencia.

La retaliación no se ha hecho esperar y el lunes fue el turno de Pekín para también anunciar sanciones a cuatro políticos de Estados Unidos –entre ellos Marco Rubio, Ted Cruz y  el embajador general de Estados Unidos para la Libertad Religiosa Internacional– y una comisión del Congreso.

La bien desplegada estrategia de sanciones de Washington viene a sumarse al importante esfuerzo comunicacional que los estadounidenses están desarrollando para visibilizar otros temas muy sensibles para Pekín, como los que tienen que ver con su presencia en el Tíbet, Taiwán y Hong Kong. Y vienen también a sumarse a las antipatías que de manera espontánea o estimulada se viene produciendo dentro de la colectividad mundial por el rol que China ha desempeñado en la expansión mundial del COVID-19.

Ya no se habla de sanciones comerciales americanas contra China, las que siguen su inexorable ritmo. Sin duda que la cuantificación del perjuicio a los intercambios chinos arroja cifras de consideración. Pero, por el momento, le toca a China ubicar estos temas intangibles y colaterales a los económicos dentro de su orden de prioridades, toda vez que ellos lesionan fuertemente su imagen por fuera de sus fronteras.


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