Pedro Sánchez
Foto EFE

Sólo 24 horas después de que El Debate demostrara, con un documento oficial firmado por la propia Moncloa, que Sánchez acusó en falso a Feijóo de haber llegado a la presidencia del PP impulsado por las grandes corporaciones, el pequeño Chávez que nos gobierna redobló la apuesta señalando a Carlos Herrera, a la Cope y, en general, a la «prensa madrileña».

Este periódico puede darse también por aludido, pues nadie en tan poco tiempo ha logrado convertirse, bajo la sabia batuta de Rubido, Ventoso, Pérez-Maura y los que escribimos aquí con tanta libertad como buen juicio, en una referencia tan rotunda y profesional para quienes padecen la triple crisis nacional derivada del sanchismo.

La económica, saldada con el mayor empobrecimiento de España desde la Guerra Civil; la de valores, resumida en un catálogo de leyes más propio de una república bananera o de una secta en La Guyana que de una democracia occidental; y la identitaria, sintetizada en la burda entrega de la gobernación del país a ese nacionalpopulismo encarnado por Iglesias, Otegi y Junqueras. Ya le hicieron eso a la República.

Cuando en un país coinciden la ruina, el enfrentamiento y la degradación, ni los más forofos del Gobierno de turno pueden correr un tupido velo ni disponen de perfume suficiente para tapar el hedor: incluso aunque consideren que la causa no es el Gobierno, tendrán que asumir al menos los efectos y obrar en consecuencia.

Y sólo hay dos caminos: resetearlo todo, entender que los grandes desafíos requieren de soluciones inéditas y aceptar la necesidad extrema de aplicar reformas y consensos sin precedentes o, como es el caso, huir hacia adelante, camino de la nada, echando la culpa a enemigos inexistentes para desviar la atención sobre su evidente responsabilidad.

No hace falta ser Nostradamus para intuir cuál es la elección de Sánchez: buscar una confrontación que parta por la mitad a España e intentar que su mitad sume un voto más que la otra.

Por eso esquilma a los trabajadores, a los comerciantes, a los autónomos, a las pymes y a las empresas. Por eso resucita a Franco y entierra a la Transición. Por eso señala a los medios críticos y financia a los subordinados. Por eso mira más a 1936 que a 2023. Por eso paniagua a los sindicatos e insulta a las patronales. Por eso elige a Otegi frente a Feijóo. Por eso esquiva la calle y se graba una serie. Por eso mima a Cataluña y denigra a Madrid.

Sánchez ha apostado por la perversa idea recogida por Joachim Fest en El hundimiento, y no le interesa la supervivencia de España si comporta la desaparición de su Reich. Y ha creído que solo puede lograr la complicidad de quien reciba su paga o encuentre un catalizador emocional frente al adversario político que le haga olvidar que también sufre la miseria y le motive a ingresar en filas.

Señalar a medios y periodistas, como hizo Pablo Iglesias siempre y ha perfeccionado Sánchez desde el primer momento con el asalto a TVE y el descabezamiento de PRISA, no es más que el penúltimo eslabón de una deriva guerracivilista posmoderna que este Gobierno considera imprescindible para tener una última oportunidad de sobrevivir.

No le servirá, pues ante la pobreza y el insoportable coste de la vida no hay marketing político suficientemente eficaz para tapar tanta boca hambrienta ni encontrar tanto brazo leal, pero la herencia que dejará sí será terrible: ha preparado a España para el enfrentamiento entre hermanos, y lo prolongará desde el poder o lo incrementará desde la oposición, con él al frente o con él en algún tugurio internacional que previamente haya subvencionado.

Nunca será Sánchez el Cid, pero hasta de muerto seguirá cabalgando por las llanuras yermas que está dejando a su paso.

Artículo publicado en el diario El Debate de España


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