Según las crónicas coloniales, la historia oficial de la población de San Antonio de Medinaceli, luego conocida como San Antonio de Los Altos, comenzó el primero de mayo de 1683, con su fundación por el gobernador Diego de Melo Maldonado y su posterior asentamiento, años después, en tierras que donara don Juan Mijares de Solórzano a 40 familias venidas de Canarias. Una de las dos calles principales del casco central –la de retorno- aún recuerda la memoria del marqués de Mijares.

Empero, las condiciones geográficas que, en buena medida, condicionaron la localización del poblado, habían comenzado a configurarse unos 65 millones de años antes, durante el período Terciario, cuando rocas aún más antiguas fueron plegadas y fracturadas intensamente, en el contacto de las placas tectónicas caribeña y suramericana, y elevadas hasta dar origen a la cordillera de la Costa. En uno de sus ramales, el cordón de los Altos, con altitudes entre unos 1.300 a 1.500 metros, las condiciones fisiográficas (temperatura, pluviosidad, suelos, cursos de agua, vegetación) resultaron favorables para que se establecieran los grupos aborígenes y para que, desde la época colonial hasta bien avanzado el siglo XX, la comarca se distinguiera por sus actividades agrícolas. Entre éstas llegó a destacar el café, junto con la producción de naranjas y otras frutas, así como variadas hortalizas y flores.

De este período da cuenta detallada la historia local, también denominada microhistoria o historia matria, parte de la cual, en forma de memorias de algunos viejos sanantoñeros, fue recogida por Antonio Trujillo en el libro Testimonios de la niebla. Voces de los Altos Mirandinos (1): “yo no sé cómo hacían mi papá y mis tíos para transportar ese café, si cogían quinientos almudes en un día (…) diez mil kilos para cargarlos en burros y en mulas” (p. 247). Efectivamente, con la excepción de dos rústicas carreteras abiertas durante las primeras décadas del siglo XX, hasta la construcción de la Panamericana, en 1955, los caminos de recuas eran las únicas vías que comunicaban a San Antonio con Caracas y con las poblaciones vecinas. Entonces, “se congelaba el agua del frío que hacía” (p. 240) y los pronósticos para el laboreo de los conucos se basaban en las cabañuelas: “el que las sabía tomar, sabía cuándo iba a llover y cuándo no iba a llover” (p. 256).

De aquellos tiempos, aunque alterado por la influencia urbana, en San Antonio perdura un microtopónimo: el llamado Paseo de los Burros, angosta derivación vial que, con la mayor probabilidad, originalmente debe haberse conocido como Paso de los Burros, tal como se registra en otros poblados mirandinos (2). De la época cafetalera también subsisten unos pocos bucares y algún mijao, que van desapareciendo ante las insaciables exigencias de la desequilibrada urbe en que ha devenido el antiguo pueblo.

Calle Marqués de Mijares, casco central de San Antonio de Los Altos. En un centenar de metros, se aprecian las diferentes etapas en la construcción de los edificios que sustituyeron a las viejas viviendas unifamiliares, así como el cambio en el uso del espacio, proceso que suplantó la ocupación residencial por la comercial. El congestionamiento vehicular casi permanente y el enmarañado tendido eléctrico, constituyen otros indicadores del crecimiento no planificado del antiguo pueblo. (Foto: S. Foghin, marzo 2024)

Es importante recordar que el origen geológico de los terrenos sobre los que se asienta San Antonio, el viejo Gulima de los pobladores primigenios, acarrea también riesgos sísmicos e hidrogeológicos. Efectivamente, la microhistoria refiere que, en su emplazamiento original, el pueblo fue severamente afectado por el sismo de 1812: “la primera iglesia que tuvo San Antonio, fue arriba donde era el antiguo pueblo (…) entonces cuando (…) el terremoto de 1812 (…) eso se vino abajo” (p. 23). Por allí había pasado el obispo Martí, el día 20 de octubre de 1772, en ruta hacia San Diego. Anotó el mitrado, entonces: “En el sitio de San Antonio he visitado su iglesia, de quince varas de largo y seis de ancho” (3).

En tiempos más recientes, aún por precisar, un gigantesco deslizamiento modificó la topografía: “desde la fila de arriba (…) se vino ese cerro completico (…) rodó con árboles y todo, una montaña entera caminando” (p. 244). Otro evento telúrico, quizá relacionado con el anterior, ocurrió hacia finales del mes de agosto de un año igualmente incógnito, presumiblemente en el siglo XIX, por efectos de un episodio lluvioso de extraordinaria magnitud, que causó el desagüe de extensos humedales existentes para la época: “donde está Don Blas que ahora llaman Los Castores, eso eran unos ciénigos [ciénagas] (…) La naturaleza había represado eso, no corría el agua (…) Eso hace muchos años (…), cuando vino Dios y mandó ese aguacero, en Santa Rosa y San Ramón (…) eso fue pura lluvia (…) la lluvia era tan fuerte y esas crecientes reventaron allá abajo” (p. 286). También se recuerda la existencia de un caño en el sector de Las Minas, “casi donde hay un divorcio [de aguas] que coge a la caída (…) hacia Carrizal” (p. 289).

Dichos humedales estaban densamente poblados por herbazales palustres: “eso eran cantidades de enea (…) reunían cantidades de esteras y las vendían para San Diego, por el mes de noviembre y diciembre (…) para que los cafeteros durmieran, porque venían del Tuy muchos cafeteros a coger café” (p. 285). ¡Geografía! “La geografía es la ciencia que estudia la tierra como morada del hombre”; así lo declaró el profesor Pablo Vila a don Arístides Bastidas, en una significativa entrevista (El Nacional, 29 de marzo de 1971, p. C1). Y, acotamos nosotros, tal estudio debería partir de lo local.

Cabe destacar que los lugares señalados en los testimonios transcritos, perfectamente identificables en la topografía actual, están sujetos a frecuentes inundaciones, inclusive con precipitaciones de moderada intensidad, eventos que, en múltiples ocasiones, han causado considerables daños a viviendas y comercios. A todas luces, en la ejecución de las obras hidráulicas realizadas en décadas recientes, con el propósito de ampliar la vialidad, no se tomaron en consideración las condiciones geomorfológicas de dichas tierras. Tampoco se previó medida alguna para resguardar “los ríos que bajaban de San Antonio (…) esas aguas de don Blas, que era un río limpio, ahí agarrábamos nosotros agua, pero después se echó a perder, se puso sucio” (p. 161-162).

Se trata del mismo río sobre cuyo curso Raúl Biord Septier, antaño, “cuando era San Antonio” [103], hizo “una acequia (…), consiguió una caída entre cinco metros y medio y siete metros y montó la turbina, una planta hidráulica (…), fue el primero que tuvo luz, en toda esta comarca (…). Eso era fuerza para descerezar café (…), pilar maíz (…), moler café (…), amolar (…) trabajar la madera” (p. 182). Un admirable ejemplo de “civilización hidráulica local”, que se echa mucho en falta en estos tiempos.

25 de agosto de 2023. Un episodio pluviométrico de moderada intensidad (24,7 mm de lluvia en dos horas), causó, nuevamente, la inundación de la avenida Raúl Biord Septier (Perimetral), en el sector donde la quebrada Don Blas pasa por debajo de la principal vía de comunicación de San Antonio de Los Altos. El deficiente drenaje en terrenos de naturaleza anegadiza y, sobre todo, la falta de mantenimiento, constituyen las causas de estos perjudiciales eventos (Fuente: redes sociales).

Como es sabido, la apertura de la Panamericana permitió una rápida comunicación con la capital. La creciente concentración de la población, en lo que se conoce como la Gran Caracas, convirtió al antiguo pueblecito serrano en otra ciudad-dormitorio, que se expandió anárquicamente. Para su servicio, la alabada vía rápida llegó a ser insuficiente. Menos generosa que el marqués de Mijares, en cierto momento Caracas le donó a San Antonio de Los Altos un “elevado” de segunda mano.

Y en los mismos terrenos donde “se llegaron a cosechar hasta 60 mil kilos de papas, repollo, alcachofa, mucha alcachofa” (p. 183), en desafío a la geotecnia y afrenta a la geografía urbana, se levantaron cientos de edificios, “como árboles muertos” (p. 12). En algunos casos, las agallas no dejaron espacio ni para las aceras. No sorprende, entonces, que, para evitar la recurrente inundación de cierta arepera, atravesada en los antiguos dominios de la ciénaga de Las Minas, no quede otro recurso que bloquear la entrada con unas pesadas planchas metálicas móviles: incivilización hidráulica, la llamamos hace muchos años, en un artículo publicado en El Nacional. Piensa uno, como docente, que para evitar tantos desafueros habría sido de gran valor el cabal estudio de la historia matria. Y aún podría serlo.

(1) Trujillo, A. (2001). Testimonios de la niebla. Voces de los Altos Mirandinos. Caracas: Casa Nacional de las Letras Andrés Bello.

Nota: Las citas textuales de los testimonios, incorporadas al texto, proceden de esta publicación. Se indican entre paréntesis los números de las páginas.

(2) Véase, por ejemplo, “El Paso de los Burros”, en Gutiérrez, M. R. (2007). Tacarigua de la Laguna en el recuerdo. Rasgos biográficos de una comunidad de pescadores (1935-1955), p. 77. Caracas: UPEL.

(3) Martí, M. (1998). Obispo Mariano Martí. Documentos relativos a su visita Pastoral de la Diócesis de Caracas (1771-1784). Tomo I, Libro Personal, p.5. Caracas: Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia.

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