Los atropellos en contra de la dignidad humana cometidos  por los regímenes autoritarios contra la sociedad, dejen una honda huella en las sociedades, la severidad de las persecuciones cometidas durante su vigencia en el poder y la represión sistemática y focalizada a los partidos de la oposición  a quienes consideraron culpables de la violencia y el caos generados por estos regímenes en el poder, son una constante en los autoritarismos, sin embargo  esta generalización puede obedecer a un elemento clave: el rol de las fuerzas armadas en el proceso de represión y atropello a la dignidad humana. A menos grado de participación de las fuerzas armadas en los procesos de persecución y represión, menor será la implicación de las mismas en crímenes de lesa humanidad y existirá menor temor a la hora de afrontar el ascenso de un nuevo gobierno o una transición, pues el coste de la revancha será muy alto. Por otra parte, a menor participación de los militares en las tareas de orden represivo del autoritarismo, menores serán los ajustes que deberán aplicar a sus estructuras profesionales, cuando se les pida abandonar la administración pública y regresar a los cuarteles.

Los regímenes de corte autoritario en los cuales las fuerzas armadas han perpetrado gruesas violaciones de los derechos humanos, se enfrentan a la paradoja de olvidar el pasado y ser repudiados por el grueso de la población, lo cual incuba el germen de la imposibilidad de funcionamiento normal de las sociedades o simplemente enfrentar de manera directa los riesgos de la justicia frente a las violaciones más atroces cometidas contra la población, estableciendo procesos jurídicos que no constituyan en sí mismo un ataque hacia las fuerzas armadas como institución, algunas de las atrocidades cometidas por las fuerzas armadas son imposibles de obviar, tratar de ignorarlas sería la peor solución, se trata de atrocidades inenarrables que permanecen frescas en el imaginario colectivo, como para permitir ignorarlas, obviar estos atropellos, como bien lo manifiesta Alain Rouquié, impulsarían “el pensamiento de impunidad e inmunidad de las fuerzas armadas y en especial de sus más siniestros elementos”, un segundo y más difuso costo, pero no por ello menos decisivo, supondría imaginar a la sociedad actuar con cierto grado de apoyo, que embride la reconstrucción del capital social y por ende suponga ofrecer confianza social e ideológica a la democracia política, sin reexaminar los elementos más vergonzosos de su pasado. Si la sociedad se niega a auscultarse y examinar su pasado, purgando sus culpas, corre el riesgo de enterrar superficialmente un fallo histórico social que bien puede reeditarse en esa inhumación colectiva de estos escollos y atropellos a la dignidad, corre el riesgo de desaparecer e inactivar su escala ética y valores morales necesarios para su tan eufemística reconstrucción nacional.

La estrategia  del peor de los males, supone la carga de coraje político y personal, como  para imponer la acción de la justicia a todos los que han sido acusados de groseras violaciones a los derechos humanos. Esto implica garantizar e imponer el debido proceso, que garantice el derecho de los acusados, debe dejarse claramente sentado que estos juicios no constituyen un ataque a las fuerzas armadas, sino la imposición de la justicia a los más horribles crímenes perpetrados por los miembros de las fuerzas armadas.

Una de las claves de la transición que perdura cuando está bien avanzada la fase de consolidación democrática, es el nuevo rol que se le apliquen a las Fuerzas Armadas, ya no como una institución mesiánica, sino como una institución susceptible a recibir la aplicación de justicia necesaria, en la manera en la cual serían castigados los perpetradores de las violaciones a la dignidad humana, extrayendo además una enseñanza de la experiencia autoritaria, es decir, esta necesidad de recibir justicia y asumirla, transmuta la necesidad en virtud. La experiencia ha demostrado que la mayoría de las transiciones que se han estudiado obedecen a un proceso de rotundo fracaso del régimen autoritario, luego de tal evidente fracaso existen evidencias de que muchos actores militares estén inoculados para volver a intentar regresar a una aventura regresiva hacia el autoritarismo. Este tiempo y rechazo hacia el hecho de volver a plantear alternativas de resurgimiento autoritario, otorgan las dimensiones cronológicas y de oportunidad para permitirle a la alternativa transicional iniciar una ruta sólida de consolidación democrática. Allí la primera lección: demostrar las incompatibilidades del régimen autoritario, apelar a su eminente desgaste y fracaso y consolidar la transición, aplicando justicia a las fuerzas armadas, sin que ello presuponga un ataque a la institución.

Existe también una mayor resistencia y voluntad de mantenerse en el poder, en la medida de la magnitud del daño causado socialmente por el régimen autoritario, así pues los regímenes más torpes en garantizar el bienestar y aquellos que hayan supuesto importantes impactos a la estabilidad de la sociedad y supuesto mayor incompatibilidad con el desarrollo social, estarán menos dispuestos a ceder, en estos escenarios las transiciones aunque traumáticas embridan estabilidad, pues se mantendrá en la psique social el fracaso monumental del régimen precedente, mismo que puede ser empleado como factor de negociación.

Otro reto para saldar las cuentas del pasado lo constituye el grado de degradación en el cual hayan actuado los regímenes autoritarios, si han llegado hasta convertirse y mutar en tiranías o dictaduras con tradición “sultanista”, en estas las fuerzas armadas también se afectan y actúan como una suerte de guardia pretoriana del déspota, se desprofesionalizan, según lo puntualizado por Max Weber: “En estos casos los cargos y líneas de mando dependen del jefe máximo” y los créditos militares provienen más de las prebendas  que se adjudican o de las utilidades, que la hegemonía gobernante permite extraer directamente de la población subyugada y de su muy afectado sector industrial y comercial, estas guardias pretorianas hacen suyos los negocios y fuentes de riqueza nacional del país en el cual se desarrolla la tiranía “sultanista” y captan rentas ilícitas, se hacen primeros entre las partes de los mercados grises creados en torno al copamiento, colectivización o corporativismo, según el caso que se desarrolle en la economía local. Ya en este punto las fuerzas armadas pasan a ser un cuerpo represor del tirano, para volverse indiscernibles de la  camarilla gobernante y actúan como bandas armadas, estas milicias plantean un serio compromiso y desafío al monopolio de la violencia. A esto hay que añadir el hecho de que en la administración paternalista o sultanista del déspota y si los militares extraen los beneficios de la actividad económica neurálgica, existe una muy débil burguesía nacional, haciendo muy complejo el surgimiento de una oposición local fuerte, cohesionada y eficiente, así como un proceso competitivo que propenda al logro del cambio de los destinos del país.

La literatura consultada para este artículo plantea que los esquemas de dictaduras o tiranías, patrimonialistas con vocación “sultanista”, no son comunes, son “raras”. Esto demuestra como en política al igual que en la economía, los escenarios pueden tender al quebrantamiento general, la pérdida de profesionalización de las fuerzas armadas y su degradación fáctica, es un reto a satisfacer en medio de los escenarios transicionales, no basta con afirmar que hay una transición, hay que ser coherentes con sus manejos, los retos que la misma supone van más allá de simples mantras repetidos, movilizaciones y manejos de descontentos globales, las tiranías con vocación “sultanista”, son congénitamente perversas y expertas en doblegar voluntades.

La lección fundamental, para ser rescatada en estas líneas es el, logro de negociaciones pacíficas, basados en procesos de liberalización inicial y rescate del sufragio como institución social, con todos los costos e incertidumbres, pero pivotándose en un ejercicio serio y no en un espectáculo bufo, que coadyuve al sostenimiento de la tiranía patrimonial con propensión “sultanista”.

Finalmente, hay que auscultar el grado de militarización de la sociedad, existirá mayor grado de resistencia si las fuerzas armadas están involucradas y se sienten responsables de la conducción del Estado, y más aún si estas asumen un rol de proveedoras de políticas públicas: a menor grado de presencia de las fuerzas armadas en la toma de decisiones gubernamentales, mayor será su resistencia para hacerse imprescindibles, y aun el nuevo gobierno que suceda al autoritarismo deberá limitar la presencia de los militares en el poder y afectar no solo los intereses de la institución armada, sino los intereses personales, si se trata de un despotismo patrimonial y sultanista. La corrupción y las inequidades derivadas del manejo discrecional que realizan los militares en los temas económicos es también otro reto para afrontar.

Otro factor importante es el que reside en el empleo de la represión por tiempo prolongado cuando se desarrolla por cuerpos “élites”, para garantizar un mayor control social y por ende, producir una política de terror de Estado. No es de extrañar que estas escisiones de las fuerzas armadas tradicionales generen grados de independencia y aumenten las tensiones contra componentes formales de las fuerzas armadas, llevando al régimen autoritario a una situación de ingobernabilidad. En tal sentido, estos grupos élites o milicias atomizan el monopolio legítimo de la violencia, que debe ser retornado a los militares, atendiendo presupuestariamente, no su proceso de armarlos de nuevo, sino erogando para profesionalizarlos y reinstitucionalizarlos, es decir, erogar para darle un papel honroso en la sociedad, aunque buena parte de la misma los siga identificando como los causantes del fracaso político y económico del país.

La transición como periplo entre un régimen autoritario hacia otra variante política supone grandes retos, que no se explicaron a una sociedad como la venezolana, expoliada, asustada hasta los tuétanos, inestable y por demás llena de incertidumbre, una sociedad que ha tenido que lidiar con el peso de la diáspora, de la degeneración económica, que en el período 2013 a 2020 ha asistido a la reducción del 86% del tamaño de su economía, además afectada por un Estado degenerado, en una autocracia patrimonial y corrupta, que ha supuesto la destrucción de la red de servicios públicos, culpable de defenestrar a la industria petrolera, la primera del mundo, a un intersticio de la historia, suponiendo un retroceso de cien años, cuando explotó el Zumaque-1, ubicado en el Zulia. El fracaso del régimen se mide en hambre y pobreza, en la concreción de una posible hambruna bíblica y la africanización del país con mayores reservas petroleras, que gracias a los anacronismos de este régimen ya ni siquiera aparecemos en el mapa petrolero mundial, justo este desastre sideral se debió a la toma de Petróleos de Venezuela y su transformación en un ministerio social, con planes cada uno más infructuosos que otros. Estos planes que ambicionaban adentrarse en sectores desde la venta de alimentos hasta la construcción de viviendas eclosionaron en un desastre sin precedentes, es tan inenarrable este embrollo que a la fecha no tenemos ni siquiera un taladro operativo, de contar con reservas probadas de 303.806 millones de barriles de petróleo, una quinta parte de todo el recurso en el planeta, ahora producimos una cantidad semejante a la de hace cien años atrás. Somos más pobres que Haití y semejantes a Zambia, Camerún, Nigeria y República Democrática del Congo, es obvio que el desastre es sin precedentes. De allí lo complejo que supone un cambio político o la aceptación de un proceso electoral con garantías, pues el rechazo es superior a 80%.

Venezuela es hoy mismo un erial, y esto no puede ser atribuido a la pandemia, a las sanciones o cualquier otra causa externa, semejante desastre no puede ser atribuido a una externalidad, es el resultado consolidado de 21 años y medio en el poder, somos una economía inviable, desagiada, altamente desmonetizada y perversa, y desigualmente dolarizada, el bolívar como institución monetaria ha perdido todas sus cualidades monetarias dejó de ser medio de pago, reserva de valor y unidad de patrón contable, en estos 21 años la moneda pasó de 576 bolívares a un valor aproximado de 26 billones de bolívares, si no se consideran los 8 ceros eliminados a la moneda y en solo un año para comprar algo que cueste un dólar se requieren 4,6 dólares al valor de hoy en día.

El reto es refundar el país, desde la moralidad y la ética, entendiendo que el ejercicio de la política requiere el insumo de la ética, para la consecución del bien común.

La hegemonía que nos gobierna está absolutamente fracasada, destruyó la moneda como institución social, defenestró a todo un país hacia la pobreza, contrajo el poder de compra de la sociedad hasta 1957, es decir 63 años, y trasladó el negocio petrolero, en cuanto a su tamaño y capacidad de producción en 100 años, un siglo de atraso. Además persigue, reprime, desconoce derechos, siembra la desconfianza, quebranta el contrato social que es el pegamento de la sociedad. En fin, es un Estado fallido e inmisericorde, es un gobierno para el mal, leve con la maldad, laxo con los atropellos, como lo demuestran los informes de la alta comisionada de la ONU para los Derechos Humanos. Venezuela es un paraíso para el atropello a la persona, una sociedad enferma, hambrienta y con terror.

1.324 personas han perdido la vida en operativos de “seguridad”, casi la mitad de los detenidos por la DGCIM fueron sometidos a desaparición forzada antes de comparecer ante un juez, en ese intervalo fueron sometidos a malos tratos que incluyen la tortura, el sistema de salud está desmantelado, médicos y enfermeras informan de las condiciones infrahumanas de los hospitales públicos, sin electricidad ni agua corriente.

Las decisiones del TSJ disminuyen la posibilidad de que existan acuerdos electorales creíbles y democráticos, el nombramiento de nuevos rectores del Consejo Nacional Electoral, no cuenta con el concurso de la Asamblea Nacional, ni de todas las fuerzas políticas, además existe interferencia e injerencia en los partidos políticos de la oposición, existen férreas restricciones a la libertad de opinión y expresión, así como a la reunión y participación pacifica en asuntos políticos, hay común aplicación de torturas por parte de cuerpos militares y policiales. Es decir el cariz autoritario del régimen, se degeneró hasta trocarse en una tiranía con inclinación sultanista y patrimonial. De allí la dificultad de encontrar una vía expedita para saldar cuentas y establecer una justicia de carácter transicional.

En medio de este marasmo, penden los riesgos de la pandemia, los rigores de la hambruna y una colosal caída del PIB, para 2020 superior a 35%, saldar cuentas impone tener claridad del alcance de una transición, y eso no existe en el país; por el contrario, al carácter temporal y promotor de estabilidad se le han impelido condiciones de una campaña electoral, lo cual ralentiza la salida y agudiza el dolor de todo un país. Venezuela es un manual de malas praxis hasta en estos temas de la transición, de ser ejemplo para la España posfranquista, somos una suerte de ex república africana transferida al continente por la perversidad de la hegemonía en el poder.

“Prefiero una libertad peligrosa que una esclavitud tranquila” Mariano Moreno

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