El mes de enero comenzó con protestas por el tema salarial en Venezuela. Era de esperarse. Después de todo, los salarios en Venezuela, especialmente los del sector público, son pírricos. De allí que sea comprensible que quienes tienen ingresos cercanos o por debajo del umbral de pobreza busquen mejoras que, cuando menos, les permitan tener un mínimo de calidad de vida.

El principal empleador formal de Venezuela en estos momentos es el Estado. En consecuencia, es el Estado venezolano el principal responsable de cumplir con las obligaciones laborales que implican el pago del “sueldo mínimo” y demás obligaciones que derivan de las regulaciones laborales vigentes.

En días recientes, la consigna ha sido precisamente que el Estado le pague a sus empleados un salario más competitivo. La exigencia ha sido clara: que se incremente, en términos reales, el salario mínimo en Venezuela. La dinámica, en lo personal, me ha parecido nociva por al menos dos razones: primero, porque quienes plantean el aumento de salario mínimo pretenden hacerlo bajo las condiciones imperantes (lo cual es inviable). Segundo, porque buena parte de la clase política, irresponsablemente, se ha unido a esta solicitud para intentar pescar en “río revuelto”, a ver si de la protesta de una demanda social se puede catalizar alguna ganancia política extra dadas las circunstancias.

El primer punto me preocupa porque no hay manera de incrementar el salario mínimo a nivel de la cesta básica (unos 460 dólares al momento en que se escribe este artículo) para los empleados del Estado sin reducir el tamaño del Estado. Los números no dan. El Estado es improductivo, está endeudado y, lamentablemente, no tiene manera de generar ingresos para cubrir su nómina. Decía en Twitter hace algunos días que si se partía del hecho de que existían unos 5,5 millones de trabajadores públicos, para pagarles un salario anual de 500 dólares se deberían destinar unos 33.000 millones de dólares al año, algo así como la mitad del PIB venezolano para 2022. Este cálculo, además, excluye a los pensionados y jubilados. No toma en cuenta, adicionalmente, pagos que se deben hacer por las leyes laborales venezolanas, como sería el caso de las utilidades o vacaciones. En fín, que quien pretenda argumentar que el salario mínimo en la Venezuela de hoy deba estar en una cifra cercana a los 500 dólares vende ilusiones y no está atado a la realidad.

Es comprensible que la masa trabajadora no comprenda esto, al igual que no comprende tantas cosas derivadas de la situación país. Sin embargo, resulta preocupante que la clase política, la cual uno presumiría que tiene algo más de criterio y formación, se monte en el carril de este tipo de reivindicaciones desconociendo o, peor aún, negando, lo que la realidad económica nos indica. ¿Qué se busca? ¿Qué se quiere? ¿Realmente se tendría una ganancia política sobre la base de esta presunta “solidaridad”?

El tema de fondo es que nadie parece dispuesto a disminuir el tamaño del Estado, y con ello, hacerlo mucho más ágil y presto a cumplir sus funciones públicas. Son demasiados los intereses creados y las alianzas logradas, como para darlas al traste en son de obtener algo de mejoras al país. Sin duda, hoy no puedes desincorporar de golpe y porrazo a millones de trabajadores a un mercado laboral que difícilmente pudiera absorber a todos estos funcionarios, pero imagínense ustedes lo que implicaría en la práctica que Venezuela tuviera entre 500.000 y 1 millón de empleados públicos, 10% de la cifra actual. Sería mucho más viable para el Estado pagar en salarios 3.000 millones al año que 33.000, con el agregado de que muy probablemente el sector privado daría salarios más competitivos a quienes ya no estuvieran en la administración pública.

La economía venezolana, sin embargo, tampoco aguantaría esta transición. No es posible hoy generar tantas plazas de trabajo nuevas. No hay empresas suficientes ni tampoco la productividad necesaria. De forma tal que en cierto modo el Estado venezolano se enfrenta a una trampa terrible. A un círculo vicioso que parece no acabar. Sea como sea, en medio de tantos males que están presentes sobre el tema, creemos que el más maligno de todos consiste en seguir alimentando al Estado paquidérmico y, peor aún, prestarse a la ilusión de que en ese estado de cosas realmente es posible tener mejoras salariales sostenibles en el tiempo. Vendedores de humo.


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