Los atropellos del gobierno de Pekín a los derechos humanos en la región autónoma de Xinjiang llenan las páginas de los periódicos y los noticieros de televisión en el mundo.

Hace apenas dos semanas el prestigioso diario The Washington Post puso el dedo en la llaga y propuso un boicot mundial a los Juegos Olímpicos de Pekín que se celebrarán a comienzos de 2022, con el argumento de que no hay mucha sensatez en ser partícipes de una competencia organizada por un Estado que está acusado de encarcelar y torturar a minorías étnicas musulmanas, entre otra cantidad de prácticas repudiables. “China está acusada de una campaña sistemática contra su minoría musulmana uigur de 12 millones de personas, incluida la detención, a menudo acompañada de trabajos forzados y tortura, de 1 millón de personas durante los últimos cuatro años”.

CNN, por su lado, ha echado luces sobre este tema poniendo de relieve que en la región ocurren las más abominables violaciones de derechos humanos que pueden ser calificadas de genocidio.

El caso es que desde 2014 y hasta el comienzo de la pandemia, desde la capital de la gran potencia china el gobierno se ha estado ocupado de silenciar y de contrarrestar las informaciones sobre los excesos que protagonizan en la región. Para hacerse buena propaganda ante su ciudadanía y ante el mundo, Xi Jinping se está escudando en un programa de formación educativa especialmente concebido para los originarios de esta población, una de las más pobres de China.

En efecto, han montado un plan de educación orientado al empleo que en apariencia tendría como propósito combatir la pobreza pero que, en su esencia, no es otra cosa que un proyecto de diseñado para desmontar lo que en Pekín se consideran “pensamientos extremistas”. La propia prensa china describió este plan de educación como una campaña de “desradicalización sistemática” para combatir el terrorismo y los pensamientos religiosos extremos.

Es decir, al tiempo que Xi Jinping se lava la cara en las reuniones de Davos ante lo más granado de la política y de la intelectualidad mundial presentándose como un gobernante progresista, en la región de Xinjiang ubicada en el noroccidente chino, han sido detenidos más de 1 millón de ciudadanos uigures y otras minorías étnicas regionales para colocarlos en campos de internación y reeducación que no son otra cosa que gigantescos enclaves donde la cotidianeidad es la del trabajo forzado y el consistente lavado de cerebro de los convictos.

Nada de lo anterior ocurre de manera solapada. El gobierno chino reconoció esta particular situación cuando el pasado septiembre publicó su plan de formación para esta región en el Libro Blanco del Consejo de Estado. Pero es mucho más lo oculto que lo que Pekín reconoce.

Estados Unidos, al igual que la Unión Europea, ha estado alertando al mundo sobre estos excesos. El Congreso norteamericano ha habilitado al gobierno para que pueda proceder a imponer sanciones a entidades y funcionarios del Partido Comunista que pudieran estar participando en crímenes o en la represión en Xinjiang. Y la Unión Europea también tiene a la región en la mira para efectuar investigaciones que conduzcan a sanciones a los responsables.

Esta suspensión de los Juegos Olímpicos de Invierno, si ella es concertada por los grandes actores de los eventos deportivos mundiales, es apenas una propuesta a considerar. Su solo enunciado es demostrativo de la importancia que el mundo debe acordar a temas frente a los cuales la opción no es cruzarse de brazos.

 


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