Como parte de las medidas de aislamiento que los países europeos han tomado en contra de Rusia a consecuencia de la invasión a Ucrania, el avión en que viajaba hacia Moscú Viacheslav Volodin, presidente de la Duma, el congreso de diputados, fue impedido de volar sobre el espacio aéreo de Suecia y Finlandia, y tuvo que desviarse muy hacia el norte para llegar por fin a su destino.

Esta noticia, entre tantas que se publican a raíz de esta guerra en la que Vladimir Putin juega con la sangre ajena el juego imperial de zar de la Santa Madre Rusia, no me daría pie para iniciar este artículo si no fuera porque el avión del camarada Volodin venía de Nicaragua, un destino que, en estas circunstancias, a muchos no dejará de parecer extraño. ¿Qué hace en Managua el presidente de la Duma, cuando los cohetes rusos caen sobre las ciudades ucranianas?

Pues sí, allá andaba. Ya cuando los tanques de guerra de Putin iniciaban su marcha, el camarada Volodin aterrizaba en Managua, donde fue recibido con pompa y circunstancia, y uno de los hijos de Ortega le dio la bienvenida oficial. Hablando en una sesión del parlamento nicaragüense, convocada en su honor, dijo, con la misma cara de jugador de póker que pone Putin, que «la población de Ucrania no tiene que temer a la operación pacificadora, porque está dirigida para la desmilitarización solamente», al tiempo que las bombas caían sobre los edificios de apartamentos en Kiev.

Reunido Volodin esa misma tarde con la pareja presidencial, Ortega aprovechó para otorgar su respaldo sin reservas a la invasión, tal como lo había hecho días atrás delante de otro enviado del Kremlin, el viceprimer ministro Yuri Vorisov, quien llegó en visita oficial el 17 de febrero.

Como puede verse, los altos dignatarios rusos, en medio de los ajetreos de la guerra de agresión contra Ucrania, escogen Nicaragua como destino en busca de respaldo diplomático, lo cual no deja de ser ocioso, pues no necesitarían afanarse tanto en hacer viajes tan largos si saben de antemano que cuentan con la adhesión obsequiosa de Ortega, cualquiera que sea la aventura de expansión territorial que Putin emprenda.

Ya en septiembre de 2008, después que Rusia había arrebatado a la república de Georgia los territorios de Abjasia y Osetia del Sur, Ortega corrió a reconocerlos como países independientes y les otorgó reconocimiento diplomático. Su canciller de entonces hizo unas declaraciones bastante cándidas respecto a las relaciones con estos dos protectorados: “Estaremos actuando a través de nuestros amigos, probablemente Rusia, para establecer contactos más estrechos con ellos”. Los otros únicos países en el mundo en avalar el despojo fueron Vanuatu, Tuvalu y Nauru, pequeñas islas perdidas en el océano pacífico. Y Venezuela.

En 2014, Ortega se apresuró en respaldar, oficiosamente también, la ocupación rusa de Crimea, donde mandó establecer un consulado, iniciativa que esta vez no acompañaron ni siquiera Vanuatu, Tuvalu y Nauru. Y ese mismo año, al concluir una visita oficial a Cuba, Putin ordenó a los pilotos, en pleno vuelo, hacer una escala de un par de horas en Nicaragua porque no quería regresar a Moscú sin mostrar personalmente a Ortega su agradecimiento por tanta largueza, “un socio muy importante en América Latina” según sus propias palabras.

Una sociedad afectiva, asunto de cariño y agradecimiento, pero que no se traduce en muchos beneficios para el propio Ortega, que en medio de su propio aislamiento busca aliados estratégicos, aunque sean lejanos, como la propia Rusia, China, Corea del Norte, o Irán.

Cada vez que se da una de estas visitas de funcionarios rusos, incluida la del propio Putin, se habla de grandes proyectos económicos de cooperación, aún en el campo aeroespacial, y se han firmado acuerdos sobre “la luna y otros cuerpos celestes”. Pero hasta ahora todo se ha traducido en que el ejército de Ortega ha recibido viejos tanques refaccionados de la Segunda Guerra Mundial, y el gobierno partidas de autobuses que no duran ni un año en buen estado, y a los que hay que adaptar pues no vienen acondicionados para climas tropicales; además de una antena de comunicación terrena con satélites rusos en órbita, que algunos toman por un sistema de espionaje.

Y ahora, para expresar su entusiasmo por la invasión a Ucrania, Ortega escogió nada menos que la celebración del aniversario del asesinato del general Augusto C. Sandino, el 21 de febrero; y allí reconoció también claro, está, la “proclamación de la independencia” de las repúblicas de Donetsk y Luhanks, las partes del territorio ucraniano que Rusia busca segregar.

«El presidente Putin ha dado un paso hoy, donde lo que ha hecho es reconocer a unas repúblicas que, desde el golpe de 2014, siendo fronterizas con Rusia, no reconocieron a los gobiernos golpistas y crearon su gobierno, establecieron su gobierno ahí y han dado la batalla», dijo, hablando desde las cavernas enmohecidas de la Guerra Fría, al tiempo que justificaba los preparativos bélicos para invadir Ucrania como acciones para asegurar la paz, “ante la escalada del conflicto por parte de Estados Unidos y los países europeos”.

Para quienes hayan olvidado una parte esencial de la historia de Nicaragua, debemos recordar que Sandino, defensor de la soberanía nacional, se alzó en armas en 1927 en rechazo a la intervención armada de Estados Unidos, cuya marina de guerra había ocupado el país casi de manera continua desde 1909, imponiendo al país gobiernos títeres, préstamos financieros leoninos y tratados onerosos, como el tratado Chamorro-Bryan de 1914 para la construcción del canal interoceánico, un acto de despojo territorial que Ortega repitió en 2013 al firmar con el aventurero chino Wang Ying un tratado similar.

Usar a Sandino, héroe nacional de Nicaragua, y la efeméride de su asesinato ordenado por Anastasio Somoza, el fundador de la dinastía, para justificar una intervención imperialista como la que Rusia ha perpetrado en contra de Ucrania, es volverlo a asesinar.

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