El pasado miércoles 10 de marzo, durante una audiencia en el Comité de Relaciones Exteriores de la Cámara de Representantes del Congreso de Estados Unidos, pudimos apreciar al secretario de Estado, Antony Blinken, un poco apabullado por el continuo bombardeo de preguntas sobre temas de diversa índole, siendo el de los vínculos entre los regímenes de Rusia, Cuba y Venezuela uno de los más preocupantes. Particular fue la intervención del representante demócrata por el Estado de New Jersey, Albio Sires, quien señaló que Rusia está utilizando a Venezuela como instrumento de perturbación de Colombia, y que esperaba que la administración del presidente Biden brindara más atención a los esfuerzos de ese país “en tratar de desestabilizar a los vecinos del hemisferio occidental”.

Ante estas inquietudes, el secretario Blinken solo se limitó a señalar que el gobierno de Estados Unidos estaba preocupado por el papel que ha venido desempeñando Rusia en Venezuela y el resurgimiento de sus acciones en Cuba durante los últimos años.

A juzgar por los hechos

Existen dos percepciones fundamentales sobre la presencia e influencia efectivas de Moscú en América Latina y el Caribe. La primera, conviene en el peligro real que ella representa tanto para la estabilidad regional como para la seguridad nacional de Estados Unidos. La otra, apunta más bien a que las consideraciones sobre las relaciones entre Rusia y la región “deben alejarse de las expectativas catastróficas, tan comunes en los medios estadounidenses y propias de algunos de sus aliados hemisféricos”.

Justo es decir que cualquier análisis sobre este particular debe partir de ciertos hechos contemporáneos. Es el caso, por ejemplo, que desde el mismo comienzo de la administración del presidente George W. Bush, en 2001, que tuvo como telón de fondo los sucesos del 11 de septiembre, se hizo evidente, una vez más, ese consuetudinario desinterés de los Estados Unidos por la región de América Latina y el Caribe, en contraste con la atención prioritaria prestada a otros escenarios estratégicos, en aquel entonces: la lucha antiterrorista, Asia-Pacífico y Oriente Medio.

Esta circunstancia era evaluada por Vladimir Putin, recién llegado al poder, y quien tenía ya en mente la aspiración de devolverle a su país el estatus de potencia global, perdido desde la desintegración de la Unión Soviética. Hay que apuntar que, previamente, durante los años 90, la Rusia heredera del fallido régimen comunista se ve obligada a lidiar con las realidades de un orden unipolar, que presentaba a Estados Unidos como única súper potencia, y en cuyo contexto, un acercamiento de Moscú a los vecinos europeos occidentales le era estrictamente imperativo en función de su reacomodo regional e internacional.

América Latina en la mira

En contraste con la era soviética de la guerra fría, el acercamiento de Rusia a la región de América Latina en los últimos años ha respondido más a razones de orden práctico que ideológicas. Esta visión pragmática implica una simbiosis entre la necesidad de forjar relaciones bilaterales económicas provechosas, como primer paso de un acercamiento, que luego rendiría los correspondientes frutos geopolíticos y geoestratégicos.

El régimen autoritario de Vladimir Putin, sujeto a una serie de sanciones económicas durante las dos décadas pasadas (ver guerra de Georgia (2008), anexión de Crimea (2014), caso Alexei Navalny, entre otros), principalmente por parte de Estados Unidos y la Unión Europea, reforzó el imperativo de hallar los aliados y apoyos necesarios, “tanto para su acción externa, como para sus aspiraciones de política exterior en general”, siendo la región de América Latina y el Caribe un objetivo central en ese sentido. Esto ha sido estrictamente cierto en el plano de la cooperación económica y comercial (Brasil, México, Argentina, Uruguay, Perú, Venezuela, Cuba), y en el de la relación política bilateral y del posicionamiento geopolítico de Moscú en la región (Nicaragua, Cuba y Venezuela).

Para algunos analistas la relación estratégica incuestionable entre Rusia, Cuba y el régimen venezolano forma parte de ese juego geopolítico de desafío a Estados Unidos en su propio “patio trasero”. Una política agresiva del Kremlin que no le genera costos insuperables ni mucho menos existenciales, y que, por el contrario, lo colocan como un actor extracontinental de peso en la región. Hablamos de una asociación que sirve, incluso, como pieza de negociación respecto a lo que el gobierno de Vladimir Putin llama la injerencia de Washington y Occidente en el espacio de influencia postsoviético, caso, por ejemplo, de Georgia y Ucrania, para no hablar de otros espacios territoriales considerados sensibles para la seguridad de la Federación Rusa.

Por otra parte, el caso de la relación de Rusia con Venezuela, que desde los tiempos de Chávez se forjo en base a una identificación política natural, impulsada a su vez por el negocio de la venta de armas, servicios militares y transacciones en el sector energético, y que hoy día se ha consolidado por una razón existencial del régimen de Nicolas Maduro, forma parte de un contexto más amplio de esa estrategia de los dos grandes centros del autoritarismo mundial (China y Rusia) de consolidar un sistema internacional multipolar, con rasgos de inestabilidad y caos conveniente a sus intereses, y que apunta a crear un mundo libre de la hegemonía de los Estados Unidos.

La preocupación apuntada por el representante demócrata, Albio Sires, sobre el papel desestabilizador que ejerce en la región el eje Moscú-La Habana-Caracas, encuentra fundamentos sólidos, muchos de los cuales han sido notorios, públicos y comunicacionales. Un eje político-estratégico que se sirve de un régimen venezolano asociado a factores del crimen organizado transnacional (ELN, disidencias de las Farc-EP, Hezbolá, entre otros) y desde cuyo territorio, con la anuencia y asesoría ruso-castrista, promueve la desestabilización de gobiernos políticamente no afines como el de Colombia, siempre considerado un objetivo político de primer orden para los planes expansionistas del autoritarismo y populismo de la izquierda global.

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