Tomo el título de esta breve entrega, de un artículo publicado por Rómulo Betancourt en la sección Economía y Finanzas del diario Ahora de Caracas, el 25 de febrero de 1939. Gobernaba entonces el general Eleazar López Contreras, precursor de la democracia venezolana, al haber sentado las bases de lo que más tarde será el nuevo país. Cómo bien indica Ramón J. Velásquez, “…tomando en cuenta la falta de experiencia, la carencia de equipos humanos, la pobreza de los recursos fiscales, las fuerzas negativas de la tradición, presentes y poderosas, y la ausencia de conciencia cívica en vastos sectores de la población, puede afirmarse que este período de la historia republicana es uno de los más fecundos en realizaciones, uno de los más importantes por la trascendencia de las reformas políticas, económicas y sociales implantadas…”. Un gobierno que se propuso rescatar el tiempo perdido y desarraigar el atraso venezolano, tal como habrá de corresponderle a quien suplante la actual administración.

En esos años, 1938, 1939 y 1940 –señala el propio López Contreras–, se celebraron convenios que resultaron en importantes compensaciones a favor de la nación venezolana, traducidas en obras públicas y entregas de efectivo por franquicias acordadas con las compañías petroleras y mineras –entre ellas la Standard Oil Company of Venezuela y la Iron Mine Company of Venezuela–. También se crearon nuevos ministerios –Trabajo, Agricultura y Cría, Comunicaciones, Sanidad y Asistencia Social–, el Banco Industrial de Venezuela, el Instituto de Inmigración y Colonización, el Consejo Venezolano del Niño, el Banco Central de Venezuela, cuya ley fue promulgada en 1939; la Contraloría General de la Nación, entre otros logros destacados. Y como nos dice el citado Velásquez, partiendo del merecido reconocimiento a tan relevantes aspectos de su gestión de gobierno, “…tiene mayor valor en la historia de la democracia venezolana el hecho de haber iniciado el combate contra una tradición de abuso y personalismo que venía, no del régimen de Gómez, sino que remontaba sus orígenes a los días mismos de la fundación de la República, el haber podido mantener y consolidar la paz que se había logrado durante el gobierno de Gómez, pero transformando la imagen y el concepto de jefe del Estado, de amo y señor de la nación en el representante del pueblo y el garante de las instituciones democráticas…”.

Pero vayamos al artículo de Betancourt. Desde su observación de casos puntuales que desdoblaban “agudos problemas económicos-sociales” y que por tanto destruían “nuestras débiles reservas humanas”, el joven político califica de insensibles e indiferentes a ciertos sectores de las clases pudientes y de los “núcleos dirigentes” del país. Para Betancourt hubo expresiones del frente democrático en el año 1936 que practicaron “una política alarmista” y “vociferante a ratos”, algo que para nada contribuyó a elevar la conciencia de justicia, antes bien, derivó en esa apelación a emociones, miedos e infundadas esperanzas que buscaban ganarse el favor de las clases populares –la propaganda política apoyada en la retórica hueca y la desinformación–. Y entonces se acuñó el perfil del “agitador”, identificándose con él a quien tuviese la osadía de expresar, aún bajo el tono más moderado, su desacuerdo con aquellas prácticas que intentaban eternizar un estado de cosas nocivo para la nación.

Para eludir el epíteto y sus consecuencias en el plano personal, Betancourt acudía al subterfugio de reproducir las crónicas y comentarios de periodistas extranjeros que abordaban los temas venezolanos con relativa objetividad; unos juicios muy poco proclives al optimismo. Era, entre otros, el caso de un periodista de The New York Times, quien por aquellos años de visita en el país descubrió el drama de nuestra vida de nación, la paradoja de una Venezuela rica y paupérrima. Los problemas de la agricultura y sus pobres y atrasados métodos de producción, que no aportaban lo suficiente para la alimentación de sus habitantes; el costo de vida elevado por las carencias de los sectores primario e industrial; los monopolios constituidos por anteriores gobiernos sobre mercaderías esenciales fueron algunos de los temas tratados en su crónica. Ni él ni Betancourt en su glosa del artículo publicado en tan prestigioso diario neoyorquino, atinaron comentar el estado en que se encontraba Venezuela a la muerte de Juan Vicente Gómez; no cayeron en cuenta, como diría Picón Salas, que el siglo XX venezolano apenas comenzaba en 1936. Por ello nos referimos al régimen del general López Contreras, quien más allá de las críticas que pudieran formularse, representó sin duda un verdadero avance al desarrollo del país.

¿A qué viene todo esto? En lo que va de siglo, Venezuela se ha visto envuelta en un verdadero “piélago de calamidades”, encubiertas a ratos por una falsa ilusión de prosperidad momentánea.

Ha regresado el personalismo y la barbarie que transgrede la convivencia y la paz social. No se reconocen los méritos de administraciones anteriores a 1999, se califica de “golpistas” –los “agitadores” de la hora actual–, a quienes disienten de las políticas y disparates del régimen en funciones de gobierno, se enaltecen el clientelismo y la demagogia en todos los frentes de la acción político-partidista. Y a diferencia del año 1936, no parece haber horizonte que estimule la esperanza que vivió Venezuela bajo el régimen de López Contreras. Todo esto ha sido producto de erróneas ideas que han devenido en marchas y contramarchas a través de los años, desde mucho antes de 1999; ideas que aún hoy se sostienen en terrenos compartidos entre gobierno y oposición política. Para sus cultores, por lo visto, no ha sido suficiente el drama que estamos viviendo como consecuencia de tan reiterados yerros.

Nada se logra con arrinconar y criminalizar la disidencia. Porque hoy como ayer, desde adentro o fuera de Venezuela, se escucharán discrepancias y narrativas periodísticas esclarecedoras de la verdad. Una de ellas, triste y palpable, insta a reconocer que para nosotros aún no comienza el siglo XXI. Otra que paradójicamente nos afirma como país de posibilidades, aunque por ahora sumido en estado paupérrimo, como diría Betancourt. Visión realista que sin embargo enaltece el afán de superación que nos mueve.


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