juristas- expertos electorales- parlamentarias
EFE/ Miguel Gutiérrez

La responsabilidad de nacionales y residentes de una circunscripción territorial determinada exige el cumplimiento de obligaciones jurídicas y morales originarias del vínculo existente entre el individuo y la sociedad. Todo buen ciudadano hace valer sus derechos en tanto y en cuanto haya cumplido con sus deberes. Los derechos individuales reconocidos en regímenes democráticos protegen al sujeto ante al poder del Estado –el predominio de la justicia reprueba los excesos de autoridad sobre el ciudadano–. Así las cosas, quienes estiman la libertad de escoger, ejercen conscientemente su derecho al sufragio y de tal manera eligen y evalúan el desempeño de los actores políticos. La sociopolítica entre otras cuestiones determina el impacto de la actividad política en una sociedad –el nivel de interés, el sentido de pertenencia a un territorio y la conexión emocional que proviene de la historia, tradiciones y costumbres compartidas, todo ello devenido en preocupaciones a veces existenciales–. El votante actúa en función de sus ideas, intereses y convicciones y en ello se hace individualmente responsable de sus decisiones políticas; lo que ocurra después de haberse concretado válidamente una elección popular, tendrá que ver con la ética y desempeño del elegido, aunque igualmente con la escogencia del elector –la decisión y sus consecuencias en la esfera personal y colectiva–.

El análisis que antecede es necesario para comprender que los ciudadanos en ejercicio de sus derechos políticos serán siempre responsables de sus actuaciones no solo de cara a procesos electorales cumplidos, sino también al momento de presionar y exigir salidas concertadas y razonables a las crisis que de tiempo en tiempo fatigan a los sistemas de gobierno republicano. Dicho esto, queda claro qué en la Venezuela de nuestros días aciagos, la ciudadanía –si fuere capaz de organizarse– está llamada a jugar un papel fundamental en el proceso que nos llevaría como nación al pleno restablecimiento de la República Civil.

No hay duda qué el liderazgo político ejerce una función fundamental, que los partidos representan y organizan a quienes comparten sus programas, valores y objetivos enmarcados en una visión de la sociedad y del país. Desde el establecimiento de las repúblicas liberales en sustitución de regímenes monárquicos, tienen un papel primordial en sociedades democráticas: proponen candidatos a los cargos de elección popular, canalizan la lucha por las reivindicaciones sociales y cuando les toca, organizan y ejercen desde las diferentes instancias del poder público, la oposición política a quienes desempeñan funciones parlamentarias y de gobierno. Se trata pues en esencia de entidades llamadas a incentivar la participación democrática de la ciudadanía en los asuntos de interés público.

Ahora bien, el individuo como tal –y es ello precisamente lo que no agrada a los comunistas–, se desenvuelve en la sociedad democrática conforme su idea de Estado enmarcada en variadas corrientes de pensamiento y acción. No hay la menor duda que la sociedad organizada tiene plena capacidad de influir sobre la actuación y permanencia incluso del poder arbitrario, como demuestra la historia. Para ello –entre otras manifestaciones–, existen los llamados grupos de presión, organizaciones de ciudadanos que arbitran consensos y transmiten de manera eficaz las múltiples y oportunas demandas de la sociedad. Un grupo de presión, sin ser parte del poder político constituido, busca influir sobre las políticas públicas desde la óptica de sus integrantes y en resguardo de sus intereses gremiales. La corrupción administrativa, el desplome de la justicia, el narcotráfico, la inseguridad jurídica y personal, la guerra irregular, son fallas del modelo sociopolítico que arrastran debilidades institucionales, comportan deficiencias doctrinarias y conculcan valores republicanos. Y en el origen del problema se encuentra la decisión política del ciudadano al conceder su voto en favor de opciones ineptas. Obviamente, el pueblo se equivoca, aunque alguien haya dicho lo contrario. Pero el asunto no termina allí: el ciudadano tiene el derecho y a su vez el deber de rectificar, de organizarse y presionar eficazmente para que se restablezca el orden público. Y en ello no hay excusa que valga; aunque el liderazgo político opositor no haya dado la talla, siempre habrá opciones válidas a cargo del individuo responsable de sus actuaciones.

No es posible anticipar adonde terminaremos como nación sumida en el caos que hoy nos envuelve. El liderazgo político de oposición –salvo honrosas excepciones–, no ha estado a la altura del compromiso asumido en las inmensas movilizaciones de ciudadanos por la libertad y la reinstitucionalización del país, entre quienes no podemos olvidar a cuantos entregaron su vida por la causa republicana.  La situación es tan extrema, que hemos llegado a un extraño equilibrio entre fuerzas debilitadas del gobierno y la oposición política, un caso inédito que no nos permite avanzar como nación. Y en ese contexto el ciudadano común –presa de la incertidumbre, del horror y del desaliento– actúa con aparente apatía ante lo que estamos viviendo; confusa dejadez fraguada en el desasosiego social que vivimos los venezolanos de la hora actual.

Así pues, la responsabilidad como valor singular de la persona humana, debe motivar serenas reflexiones acerca del mérito y consecuencias de sus actuaciones –lo que incluye el derecho y la libertad de elegir, también la defensa y restablecimiento del orden constitucional–. Un mínimo de civismo nos exige participar en procesos electorales válidamente convocados y estructurados con arreglo a la normativa aplicable –no precisamente el modo falseado que ha venido desplegando el régimen en sucesivos llamados a consulta popular–; igualmente asumir una actitud valiente y proactiva en cumplimiento de obligaciones qué como ciudadanos tenemos para con la sociedad democrática –todo lo que contribuya a restaurar el sistema de valores consagrado en el pacto social–. Venezuela exige una transformación en la manera de participar del ciudadano en estos asuntos de interés nacional. Se trata de sortear los llamados al miedo, al odio y a la rabia que mantienen dividido al electorado y a la opinión pública. Las mayorías esencialmente demócratas tienen el deber de reunificar el país en torno a los verdaderos valores republicanos, a restablecer la igualdad no solo ante la ley, sino además en el libre acceso a la nutrición, a la salud y a la vida misma –tan expuesta a la delincuencia común y organizada, como registran noticieros cada vez más alarmantes–.

Si la ciudadanía venezolana asume su responsabilidad y organizadamente ejerce su pleno derecho a exigir una salida idónea, no ponemos en duda las posibilidades de reponer tiempos de esperanza, de trabajo honesto encausado a la rehabilitación del país; podrán identificarse los problemas reales que nos agobian y desde esa perspectiva proponer soluciones necesarias y sobre todo alcanzables. Será la hora de la conciencia que alimente un diálogo entre iguales que se respeten mutuamente, el momento de valorar el pensamiento de cada individuo –todos cuentan, aunque ello no sea del agrado de los fanáticos–, de esgrimir la verdad que muchos pretenden ocultar por razones inconfesables.

 


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