El filme testamentario debe analizarse como género. Últimamente hemos visto algunos de sus exponentes.

Martin Scorsese estrenó El irlandés en Netflix, una de sus posibles despedidas del cine tal como lo conocemos. Los toros salvajes de los setenta se reunieron, zanjando sus diferencias en un proyecto kamikaze. Los padrinos de las males calles graban el sepelio de los buenos muchachos de los noventa, de los otrora dueños del casino mafioso de las Vegas.

Paralelamente, Clint Eastwood labra su carrera reciente en la creación de epitafios audiovisuales.

Desde Unforgiven presiente el fin de una era, haciendo un ejercicio de autocrítica y revisión como el de John Ford en el pasado.

El jinete pálido, el último mohicano del spaguetti wéstern proyecta ahora su nuevo título en la cartelera: El caso de Richard Jewell.

La cinta explora su obsesión por los personajes grises de la historia noir. La pieza del longevo autor no recibe el beneplácito de los espectadores. Lastimosamente la taquilla condena su sobriedad plástica.

Las brechas generacionales abren una grieta en el viejo sistema de consumo de contenidos.

Los clásicos sufren las consecuencias. Por eso la mayoría de los veteranos discrepan de la moda de los superhéroes, considerándola acomodaticia y carente de ingenio. Al parecer de ellos, los vengadores de Marvel están sobrevalorados.

Woody Allen es uno que nos ha acostumbrado a las falsas retiradas. Parte del misterio y la gracia de redescubrirlo en la pantalla viene del interés por saber cómo evoluciona su obra en su fase de extinción.

Los zorros viejos cultivan el afecto y la reivindicación de una lengua muerta, de un idioma en vías de disolución.

Cada década nos enfrenta a la realidad de un mundo estético que rueda su funeral.

En los ochenta fue la liquidación de la primera oleada moderna con los réquiems de Nicholas Ray, Fassbinder y Welles.

Por tanto los especialistas decretaron la muerte del cine, sin embargo, la imagen en movimiento persistió y renació, según el dictamen del mediólogo Regis Debray.

Pero nunca superó el fallecimiento de Bergman y Antonioni, representantes de los movimientos de vanguardia que han ido apagándose como estrellas menguantes en el firmamento.

Con melancolía me acerqué a Varda por Agnès, el documental que clausura la trayectoria indeleble de la autora femenina por excelencia de la contracultura francesa. La cineasta repasa los grandes hitos de su legado en largometrajes, instalaciones y videos de arte.

Impresiona la producción de la realizadora que trabajó siempre, de manera incansable, independientemente de los recursos.

Del bajo al no presupuesto, Agnès Varda jamás renunció a expresar su delicada visión del experimentalismo y la narración, anticipando la época del hazlo tú mismo y de los hipertextos en primera persona de la red social.

Influencers, instagramers y youtubers tienen una cita obligada con Varda por Agnès, para encontrar inspiración y consistencia a la hora de compartir sus anécdotas, sus relatos, sus crónicas.

Una ventisca de arena cierra la mirada retrospectiva de la genial poeta del minimalismo, de los gatos, las espigadoras y las patatas.

Paz a sus restos.

Volveremos a sus huellas.

En mayo estuvimos en su tumba de París. De aquella experiencia Malena Ferrer efectuó un cortometraje que difundió en Barcelona, España.

Yo edité un video para Instagram.

Seguimos rindiendo tributo.


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