A principios del mes de julio, la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB), casa de estudios que me formó como periodista, publicó la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (Encovi), una radiografía sobre la crisis venezolana. Para el informe, utilizaron una muestra de 9.932 hogares que arrojaron información sobre la situación de pobreza, inseguridad alimentaria, acceso a la salud, mortalidad, niveles de escolaridad, trabajo, vivienda y servicios. Esta encuesta es particularmente importante porque ofrece una medición cuantitativa y cualitativa de la situación en Venezuela y ocupa un espacio dentro del vacío que deja la escasa información pública que proporciona el gobierno de Nicolás Maduro.

Dentro del cubrimiento mediático de la publicación, el periódico argentino Clarín, el tercer medio digital en español más consultado del mundo, arrojó el titular: “Crisis Humanitaria / Hiperinflación, hambre y pandemia en Venezuela: la clase media desapareció y el país se ‘africaniza”. Me detengo en la última palabra: “africaniza”, término que en el desarrollo del artículo se le atribuye a una frase del profesor y sociólogo de la UCAB Luis Pedro España, quien aseguró que “la desnutrición crónica ha convertido a Venezuela en un país del África”. En otro artículo titulado: “Los niveles ‘africanos’ de desnutrición entre los niños venezolanos completan su declaración: “No se comparan con el continente (americano), ni siquiera con Haití. Nos parecemos más bien a África”.

En 2010, cuando aumentó el narcotráfico en México, Hillary Clinton, entonces secretaria de Estado, desató un debate similar al decir que el país se había “colombianizado”, utilizando una comparación comunicacionalmente eficiente, pero estigmatizante. Algo parecido ocurrió en 2018 cuando en Nicaragua, en plena revuelta contra las medidas de Daniel Ortega, los titulares dijeron que el país centroamericano se había “venezolanizado” al describir el desastre político.

Lo problemático de decir que Venezuela se “africanizó” es quizás más complejo, más profundo. Estamos diciendo que África, un territorio con 54 países, más de 1.800 lenguas, una región supremamente diversa que tiene desiertos, llanuras, valles, montañas y picos nevados solo es comparable con la pobreza y la hambruna que hay en Venezuela. África, que es un continente, se compara con Venezuela, que es un país, únicamente para sentenciar que se llegó al límite, haciendo entender que el continente africano y sus habitantes son ese límite comparable con lo más inhóspito, pobre y atrasado. Un discurso roto que refuerza la imagen colonial y preconstruida sobre lo que es África. Un lugar común que se vende a partir de la radicalización de la pobreza. Esa idea de que entre más mestizo, y menos negro o indígena, más civilizado.

El historiador Javier Ortiz Cassiani advirtió que esta comparación es doblemente problemática, tanto que invisibiliza la influencia afrodescendiente que recibió Venezuela como país caribeño. Si vemos 500 años atrás, Venezuela ya se había africanizado con una de las principales diásporas que dejó profundas manifestaciones culturales y prácticas mágico-religiosas, aportando, además, a la construcción social y económica del país.

Boaventura de Sousa Santos lo desarrolla en su libro Epistemologías del Sur, cuando dice que los prejuicios de larga duración se naturalizan y, junto con ellos, también la diferencia, la jerarquía y el lenguaje. Estos prejuicios construyen un racismo estructural, que en la idea de nación siguen reproduciendo el imaginario eugenésico de mejorar la raza —de “blanquearla”— para regenerar la patria.

Lo retador del lenguaje es que es una forma de dominación. A medida que evoluciona el mundo, también evoluciona la forma de comunicarnos. ¿Por qué cuando hablamos de asuntos étnico-raciales lo hacemos de la misma forma que desde la época de la conquista? ¿Qué nos impide evolucionar para comunicarnos de manera diferente, asertiva e incluyente? Se nos olvida que cuando cambia la pregunta, cambia la mirada. Un asunto clave que los periodistas no debemos desestimar al momento de difundir frases desafortunadas.

Como venezolana, esa manera tan nuestra de no hacernos responsables de las propias desgracias nos convierte no solo en ciudadanos poco reflexivos, sino en individuos incapaces de buscar soluciones a nuestra propia realidad. En un país sin información oficial, nos llega un dato rotundo: 96% de los hogares encuestados está en situación de pobreza. Eso doloroso es nuestra pobreza. No desviemos la atención. ¿Qué vamos a hacer para combatirla? Quizás un primer paso sería no compararnos, concientizar las carencias y —como dice De Sousa Santos— resemantizar aquellos viejos conceptos que se quedan en el imaginario colectivo. Quizás de eso se trata: de ir desaprendiendo los estigmas que se han vuelto comunes y naturales.


Adriana Abramovits es periodista del Centro de Estudios de Justicia, Derecho y Sociedad (Dejusticia)


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