Pdvsa Suiza
Foto: Archivo

La semana pasada Nicolás Maduro declaró que la economía venezolana había crecido dos dígitos durante el primer semestre. No precisó cifra alguna. Como se sabe, el Banco Central de Venezuela dejó de publicar datos sobre la economía real desde 2019. No obstante, entes bastante más serios corroboran que, según sus propias estimaciones, hubo un crecimiento significativo el primer trimestre del año con respecto a igual período del año pasado; del 7,8% según el Observatorio Venezolano de Finanzas. ¿Qué puede decirse al respecto?

En primer lugar, es menester poner las cosas en perspectiva. Se trata de un aumento con relación a niveles de actividad económica absolutamente paupérrimos. A pesar de la inexistencia de cifras oficiales, hay coincidencia en señalar que, para el cierre del año 2020, ésta había descendido a apenas la cuarta parte de la de 2013. El ligero aumento que se presume hubo el año pasado no altera las magnitudes en referencia: una tasa de crecimiento de 7,8%, de sostenerse durante todo el año, equivaldría a apenas 2% en una economía del tamaño de la de 2013. Otra manera de calibrar la magnitud de la devastación urdida por los “revolucionarios” sobre los medios de vida de los venezolanos es señalar que recuperarse de una caída de 75% implica que la economía aumente 400% (¡!).

Eppur si muove. La razón fundamental es el incremento en la actividad petrolera. Cifras oficiales, reproducidas en el boletín mensual de la OPEP, señalan un aumento de 138% en la producción petrolera de Venezuela durante el primer semestre de 2022, con relación al primer semestre de 2021. Tampoco es que se está aproximando a las cifras lanzadas al garete por Maduro, que habló de 2 millones de barriles diarios (b/d) para finales de 2022 (¡!) Los datos del propio gobierno señalan una producción promedia de 745.000 b/d, mientras que, según fuentes secundarias, estaría en torno a 716.000 b/d. Al llegar Maduro a la presidencia, se producía, según cifras oficiales, por encima de 2,7 millones de b/d. Para cuando Estados Unidos empezó a aplicar sanciones contra Pdvsa –enero de 2019-, militares y otros pícaros puestos por Maduro para dirigir (ordeñar) la empresa habían destruido a la mitad esta producción.

Pero, además, la guerra criminal desatada por el amigo de Maduro, Putin, en contra de la población de su vecina Ucrania, ha hecho volar por los aires los precios del crudo. El marcador de la cesta de exportación de Venezuela, Merey, estaba por encima de 90 dólares/barril en junio. Por exportación de crudo pudo haber ingresado en la primera mitad del año más de 2,5 veces el monto que entró en 2021. Claro, el ingreso neto es bastante menor por la necesidad de importar productos refinados (incluyendo gasolina) y petróleo liviano para mezclarlo con el pesado de la Faja.

Dada la devastación de la economía doméstica, Venezuela depende hoy aún más de estos ingresos, a pesar de la destrucción de Pdvsa. La pregunta obligada es, ¿qué se está haciendo con este incremento en los proventos del petróleo? ¿Se puede confiar en que apuntalen la recuperación del país?

Conviene una breve explicación de lo que entendemos por “renta petrolera” para discernir lo que está en juego. Una renta es una ganancia extraordinaria, más allá de la que podría considerarse “normal”, es decir, aquella que resultaría al fragor de la competencia de muchos en el mercado. Es atribuible a factores monopólicos en la venta del producto, en este caso, petróleo, por lo que no corresponde a la remuneración del esfuerzo productivo, propiamente dicho. Se lo embolsilla el dueño del recurso. En Venezuela, por razones históricas –equívocos que no vamos a explicar en este breve artículo-, la renta –ese ingreso no productivo—la capta el Estado.

Hacia el peor de los rentismos

La utilización de esta renta por parte de gobiernos para adelantar sus objetivos de política es la base del rentismo. La estrategia de la “siembra del petróleo” que se siguió durante buena parte del siglo pasado fue rentista.  Desde que Uslar escribió el famoso editorial del diario Ahora, el petróleo se consideró un agente externo al desarrollo, reducido a proveer -a través del incremento de los impuestos- el mayor ingreso posible para los planes de gobierno. Al comienzo se aplicó un rentismo positivo, pues se invirtieron los proventos de la venta internacional de crudo en infraestructura y servicios públicos de cobertura universal, en incentivos a la actividad productiva de otros sectores y en la mejora en las condiciones generales de vida de la población, en particular, la educación y la salud. No obstante, la competencia política entre los partidos que se alternaban en el poder los fue filtrando hacia prácticas populistas y clientelares. Se exacerbó en Venezuela la caza de rentas (rent-seeking), creándose múltiples vías para transar con quienes decidían su asignación. Un rentismo malo se adueñó del país, vulnerable a la demagogia de salvadores de la patria. Atendiendo a estos cantos de sirena y oponiendo el intento del segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez por corregir los entuertos que ayudó a sembrar en el primero, desembocamos en la tragedia chavista de estos últimos veintitantos años.

Chávez llevó al rentismo a niveles aún peores de perversión. Desmanteló las instituciones edificadas por la democracia, sobre todo del equilibrio e independencia de poderes, la transparencia y rendición de cuentas de la gestión pública, y las normas que resguardan los recursos de la nación ante prácticas depredadoras. Acabó con los medios de comunicación libres y reprimió la disidencia. La caza de rentas se convirtió en argamasa para cohesionar lealtades, sobre todo de un núcleo de militares traidores. En fin, se convirtió en el botín a repartir en nombre de una supuesta “revolución” socialista. Pero esta depredación, como vimos, terminó matando la gallina de los huevos de oro. Y murieron, de verdad, por mengua o acribillado por la represión y por bandas criminales, demasiados venezolanos.

Ahora que se presentan estos ingresos extraordinarios –rentas- de que tanto alardea Maduro, cabe preguntarse: ¿el venezolano de a pie podrá esperar un servicio de luz eléctrica confiable, una buena atención de salud, agua permanente, gasolina? ¿Mejorará el alumbrado, se repararán las vías, escuelas, hospitales, las instalaciones universitarias? En el marco de la privatización soterrada (Ley “Antibloqueo”) y la venta de acciones de empresas públicas, ¿puede esperarse un proceso de saneamiento del Estado que le devuelva al ciudadano seguridad y ofrezca soluciones a sus problemas?

Una respuesta positiva a las anteriores preguntas supone la instrumentación de medidas que le pongan coto a las prácticas depredadoras que entretejen las alianzas que sostienen a Maduro. Implica el retorno a un Estado de Derecho, a una institucionalidad que resguarde los intereses de las mayorías frente a las apetencias de quienes controlan el poder. ¿Hay razones para pensar que ello esté ocurriendo?

Acontecimientos recientes indican lo contrario. La detención de dirigentes sindicales de Bandera Roja bajo la acusación de terroristas, las amenazas contra ONG defensoras de derechos humanos, el espionaje y bloqueo de portales de medios independientes y de opositores en general ordenados a Movistar Telefónica, la permanencia de más de 300 presos políticos y la matraca generalizada, entre otras cosas, son expresión de intereses atrincherados en el poder para mantener sus privilegios.

Algo del incremento en los ingresos petroleros se cuela hacia otros sectores. Lamentablemente, buena parte se malgasta intentando contener el alza del dólar, en medio de un proceso de expansión monetaria. La permanencia, además, de exoneraciones de impuestos a la importación, junto a la sobrevaluación del bolívar, dificulta significativamente la competitividad de muchos sectores productivos. Los salarios siguen muy deprimidos. Estudios recientes colocan a Venezuela apenas por encima de Haití como el país más pobre de Latinoamérica. ¿Qué va a pasar cuando retornen los precios del crudo de los elevados niveles en que los colocó la cruel matanza de Putin contra el pueblo ucraniano?

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