Mundo sin mordaza dictadura
Foto Archivo

Arrecian los tiempos difíciles y tormentosos que vivimos en Venezuela. Aumentan el acoso y el cerco gubernamental contra la disidencia. Se cierran caminos para ejercer la oposición de manera civilizada y pacífica. La crítica y el derecho a disentir lo conculcan de forma sistemática los que hoy detentan y presumen de un poder obtenido mediante la usurpación y el fraude. Quienes disentimos somos considerados por el régimen como elementos antisociales que deben ser suprimidos para facilitar la definitiva entronización  de un orden mesiánico. Vivimos el drama de la dispersión. Estamos asistiendo al principio del fin de muchas cosas en donde todo está en fase de demolición, carcomido, vencido por el olvido, la desidia y el abandono como a la espera de un milagro salvador.

El ciudadano vive con la sensación de estar siendo perseguido por las fuerzas represoras del régimen, pero ese acoso gubernamental, en lugar de acobardarlo, le genera más adrenalina. De esta manera estamos llegando a situaciones de confrontación que podrían significar la completa destrucción de la sociedad venezolana en los momentos en que es necesario proclamar con mayor fuerza el sentido de identidad nacional frente a las exigencias de un mundo moderno globalizado y un país inmerso en una crisis cuya duración y profundidad es impredecible y que ha comprometido el presente y las  posibilidades de nuestro país hacia el futuro.

El régimen nos quiere sumisos y excluidos. Esta inconveniente manera de concebir nuestra participación en la sociedad descalifica el sentido de nuestras acciones como individuos racionales. Ello determina un giro de perspectiva, a un forzado eclipse de la ética de la responsabilidad con nosotros mismos y con la obligación  de trazar firmemente la frontera entre nuestras convicciones y lo que se pretende imponernos; ello nos refuerza la necesidad de reivindicar nuestro derecho a la movilización política para participar en la evolución de la vida de la República. Ese sentimiento profundamente arraigado en cada uno de los individuos que convivimos en esta sociedad no puede ser negado ni escarnecido por los detentores de una visión totalitaria, militarizada e íntimamente vinculada a un populismo de corte fascista como es la que tienen Maduro y sus acólitos. Aumenta, entonces, la distancia entre el Estado y una importante parte de la sociedad y toma fuerza la necesidad de la movilización y la sublevación contra el autoritarismo, la corrupción y el acorralamiento político y económico a que nos somete la dictadura de Maduro y sus cómplices. Esa es una verdad revelada e irrefutable

Nadie está dispuesto a admitir pasivamente que una voluntad política ilegítima, espuria y que pretende ser única, sustituya la pluralidad de opiniones e intereses y mucho menos que se adueñe, sin la solvencia y el apoyo político para ello, la conducción unilateral de la suerte futura del país. El gobierno no puede ni tampoco tiene como resolver, por sí mismo, la severa crisis político-social que existe como legado de tantos años de desidia, improvisación y aplicación de erradas políticas públicas. El gobierno debe reconocer y aceptar la realidad que la Venezuela de hoy es otra; que la mitad del país reclama su justo derecho a participar para contribuir a resolver los serios problemas que nos aquejan y tratar de resguardar al país de males mayores que se incuban aceleradamente.

Afortunadamente quedaron atrás los tiempos en que el poder absoluto del gobierno impedía la acción de los actores sociales y nos trataba de reducir a la condición de multitud dócil a la palabra y órdenes de un jefe. Nuevos tiempos y liderazgos emergentes han aparecido para atraer, sacudir la conciencia y darle fuerza a la convocatoria para la sanación y renovación ciudadanas.


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