Al sur del Equanil o la escritura trashumante.

En 1972 la prestigiosa, -para la época- editorial venezolana Monte

Ávila Editores lanza al mercado editorial, en su magnífica Colección

El Dorado, una extraña novela cuyo título no era menos extraño calzada

con la firma de Renato Rodríguez y prologada la erudita pluma del

crítico literario e investigador de la literatura Orlando Araujo, el

mismo que escribió el hoy incunable libro de ensayos Crónicas de caña

y muerte, los no menos famosos Carta a mi hijo Sebastián para que no

me olvide y Compañero de viaje.

Si esta edición de Al sur del Equanil es difícil hallarla en el

mercado editorial venezolano, cuán difícil será aún más hacerse de la

edición mexicana que el propio prologuista Orlando Araujo consideraba

la primera hasta que Renato en una lúcida y afectuosa carta demostró

lo contrario.

Ciertamente, Renato Rodríguez se adelanta en más de una década a esa

literatura desenfadada, fresca, irreverente y exquisitamente informal

que (in)surge hacia aproximadamente 1968 patentizada en la novelística

de Francisco Massiani con Piedra de Mar, Carlos Noguera, con su

excelente pieza narrativa titulada Historias de la calle Lincoln y

Laura Antillano con su La belle époque.

El autor de Al sur del Equanil es el paradigma de escritor que yo

siempre he querido ser; un escritor endemoniadamente entregado al

tantálico oficio de rumiar la metáfora, roer el hueso de la palabras

hasta dejarlas despejadas de sus significados últimos, exprimirles su

savia hasta dejarlas inertes en su sola soledad. Escritor consagrado

plenamente a sufrir los avatares de su vida cuyo núcleo central

característico es el agreste ritual de escribir contracorriente. En

palabras del propio novelista “un escritor-escritor”; por oposición o

por contraste a esas figuras tan abundantes en la variopinta fauna

literaria venezolana representada en el “diplomático-escritor”, “el

periodista-escritor”, “el profesor-escritor”; Renato Rodríguez fue un

escritor sin más. Un escritor absoluto. Tal vez no eligió no ser otra

cosa que escribir y vivir; acaso vivir y escribir fue, para Renato,

una y la misma cosa.

Se podría afirmar que la organización formal de esta novela escapa a

las preceptivas tradicionales que rigen los procesos intrínsecos de

confección del texto narrativo. Tanto es así que la irreverencia

discursiva del autor le permite insertar un relato corto titulado: «El

violín de Tacho», Santiago de Chile, 1949, en el decurso de una

espléndida narración de largo aliento: la novela misma. De allí que Al

Sur del equanil pueda hibridarse perfectamente en una mixtura de

novela-cuento sin incurrir en vagos y fallidos experimentalismos

literarios.

No pudo este novelista edificar una literatura más auténtica, más

ceñida a los avatares de la vida misma. La narrativa nómada, la

escritura trashumante de Renato Rodríguez se escribe al calor, o mejor

dicho en la fragua de una desordenada andadura por los bohemios cafés

de Bogotá, Quito, Lima, París, Caracas, Manhattan y pare usted de

contar de cuántos burdeles e “iglesias del cuerpo” que se le

atravesaban en su prolífica vida de dandy hacedor de una “bonna

pasta”, un embrujante huevo frito o una irresistible caraota western.

Pienso en esa insuperable novela gastronómica de gourmetiano y

exquisito gusto titulada Viva la pasta.

El lector que se adentra en las gozosas páginas de esta inigualable

novela siente los hechizos de un lenguaje muy bien zurcido, una

sintaxis luciferina, diabólicamente rompedora de hormas y esquemas

narrativos, metalógica, paratextual respecto de la vida misma. Porque

la vida de Renato Rodríguez fue absolutamente literaria; vida

intensamente vivida como artisticidad con la emotiva y vital carga de

pasión creadora que distingue a las almas sensibles, hiperestésicas

que, no conforme con la chatura de la realidad real y objetiva de la

cotidianidad, proclaman lúdicamente la ficción narrativa –léase

poeticidad del mundo- como recurso liberador que le permite la

salvación provisional de la conciencia estética de las omnipresentes

redes de la conciencia enajenada de tanta realidad empírica.

Al Sur del ecuanil exhibe una estructura formal dialógica matizada

con extensas reflexiones y densos monólogos en torno al oficio de

escribir; sus riesgos y calamidades, sus peligrosas caídas. Esta

novela revela la escritura como fatalidad histórica que elige a unos

seres marcados por una irrevocable psicopatología que se manifiesta

por medio de la exorcización de nuestros más recónditamente guardados

arcanos. Por esta novela desfilan memorables nombres de la literatura

universal: desde Otto Weininger a Albert Camus, de Fedor Dostoievski a

César Vallejo, de Truman Capote a Strimdber y Horderlin. Ello revela

la formación intelectual del autor, una vastísima cultura atesorada en

el curso de hondas aventuras en bares, prostíbulos y cafés de las más

conocidas ciudades del mundo. Porque este “combatiente” de las letras

hispanoamericanas jamás se dejó encandilar por las rutilantes y

cegadoras luces de la Academia, de los preceptos formales de la

literatura como discurso oficial.

 


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