Para nosotros, los venezolanos, la solidaridad es genética. Ante cualquier manifestación de desamparo solemos acudir a ver en qué ayudamos, ello muchas veces ha llevado a cierto nivel de gregarismo que nos hace convertir en manadas. Esa ha sido la clave del empeño de nuestra casta política para convertirnos en sumisos rebaños, han jugado al desvalimiento para exacerbar en nosotros la piedad y obtener la legitimidad que luego da el sufragio. Al menos así lo han intentado de un tiempo para acá, porque con anterioridad la fórmula era de montoneras y arrebatos de macho tropical hipertrofiado.

Esa vocación de ayuda a los otros se ha convertido en el amiguismo, en el más sano sentido de la palabra. Y vuelve la burra al trigo, los dirigentes, de todo tipo, se fueron cimentando sobre la base de la mayor cantidad de “amigos” que podían, y pueden, acopiar; una de sus principales habilidades es el derroche de simpatía, los golpes vigorosos en la espalda de los compañeros, el beso de rigor a la vieja desdentada o al mocoso macilento, tomar un sancocho en un plato de peltre o una empanada en cualquier taguara de carretera, y por ahí hasta la Conchinchina de ida y vuelta. Fue como surgieron, y siguen haciéndolo, jefes sindicales, líderes populares, candidatos hasta para reyes del baile del mono en Caicara de Maturín. De ese modo nacieron nuestros celebres “contactos”.

Tranquilo que yo tengo el que te resuelve lo de la licencia, no te preocupes que yo conozco un pana que te consigue esos dólares, deja la angustia que eso está hecho, la ringlera de frases similares a esas todos las hemos escuchado, o practicado, más de una vez. Por supuesto que ha habido numerosas excepciones, pero que terminaron sucumbiendo a su entorno.

Conocí a un hombre de una rectitud a prueba de todo, que un día decidió vender una casa que había construido en la Caracas de finales de los años cuarenta, comienzos de los cincuenta. En ella vivía una familia a la que se la había alquilado; Este buen hombre sacó las cuentas de cuánto había gastado en su construcción y cuánto habían pagado los inquilinos, hizo un cálculo inflacionario justo y se las vendió. Cuando su esposa se enteró puso el grito en el cielo, lo acusó de loco, de desubicado, de inocente y de muchas otras cosas de similar tenor. La doña no se quedó quieta y fue a hablar con los compradores, les dijo que el señor no estaba bien de salud y sabrá Dios qué otras cosas parecidas, hasta que logró echar atrás la operación. Como ese caso conozco muchísimos más.

La plaga roja ha logrado con una rapidez inaudita pervertir el rasgo amable de nuestra naturaleza. Nos han convertido en el reino de los contactos, los compañeros, los compadres, los camaradas, y demás bicharracos de parecido pelaje. No importa tu extracción o tus ancestros, dinero hay y a montones para comprar virtudes y solidaridades, el respaldo con capa verde dólar sabe volar alto y fuerte. Hemos visto al lado del comandante ya sepulto, y del bigote bailarín, alcaldes, gobernadores, diputados, inversionistas, banqueros, sindicalistas, candidatos, modelos, actores, deportistas… ¡De todo!  A veces vemos rodar alguna de esas cabezas “hiperconectadas” y nos preguntamos hasta dónde la ingenuidad les hizo ciegos ante la desgracia continental llamada chavismo. ¿De veras llegaron a creerse inmunes ante la barbarie?

 

© Alfredo Cedeño

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