revolución judicial

«En Venezuela hace falta una revolución profunda y acelerada del sistema de justicia nacional. Hace falta en nuestro país una revolución que estremezca, que sacuda, que transforme a todo el sistema de justicia del país». Con estas palabras, el ocupante de Miraflores porque me sale de la entretela anunció la creación de una «comisión especial para una reforma del sistema de justicia» —semejante parapeto es indigno de mayúsculas—. La preside un eminente e iluminado jurisconsulto de talento natural para el derecho y erudición cuartelaria muy superiores a los de Marco Tulio Cicerón, Ulpiano, Bartolo de Sassoferrato, Montesquieu, Beccaria, Hans Kelsen o Carl Schmitt. Se trata, el lector intuido, si no adivinado, del tercer hombre; sí, señores y señoras, ladies and gentlemen, mesdames et messieurs, meine damen und herren, de… ¡Diosdado Cabello! Y eso no es todo: a fin de enmendar o enmierdar aún más los desatinos de la celadora oxigenada, criadora de conejos y picures, y gestora de un hombre nuevo llamado pran, el metrobusero nombró a la primera combatiente dama de honor en el camélido comité —«Un camello», se dice en ámbitos gerenciales, «es un caballo diseñado en una comisión» y la recién parida tiene dos jorobas— Vuelve Maduro en plan de matador al ruedo de la improvisación, disimulando con remiendos en el capote la incompetencia socialista en general y la suya en particular, y demostrando no estar al tanto de las memorias y cuentas de la chorrera de ministerios, viceministerios y organismos burocráticos ad hoc, creados siempre como paliativos coyunturales a problemas estructurales, cual el caso del ministerio de asuntos penitenciarios, a cuya cabeza colocaron a la impresentable y destemplada rábula de lenguaje procaz quien, desde la espuria asamblea roja y sin autoridad ni potestad para ello, pretende, entre rabiosos ladridos y amagos de mordedura, «ponerle los ganchos» a Juan Guaidó.

La repentina decisión de «revolucionar la revolución» probablemente responda a la necesidad de exornar con retóricos saludos al estandarte tricolor las fiestas patr(i)onales iniciadas el jueves 24, programadas con la intención de repetir, sin mesura ni circunspección algunas, panegíricos orientados, mediante excesos de solemnidad y el patrioterismo postizo tenido por el Dr. Johnson como «el último refugio de los canallas», a sustentar un batiburrillo de lugares comunes, y sustanciar una hoja de vida tan falsa como el cuento del «arañero» —el incontinente mitómano barinés inventó una historia de muchacho vende dulces a objeto de adornar con ilusorias anécdotas una adolescencia sin pena ni gloria—, pero imprescindible en la forja de una epopeya con ribetes de culebrón y de un culto a su personalidad a la manera de Stalin y Mao —¡Chávez vive, viva Chávez!—, cuyos oficiantes no vacilan en colocar al galáctico comandante eterno en el mismo ring del Libertador y, así, hacerse de la franquicia bolivariana con el designio de gobernar for ever en nombre del padre y del padrastro de la patria.

A pesar de las alusiones a Oggun —deidad sincrética yoruba y, según el Dr. Google, «Orisha de los herreros, de las guerras, de la tecnología, de los cirujanos, del ejército, los policías, y muy temido dado su carácter irascible»— atribuidas a Vladimir Padrino, la carnavalesca presencia del draculón Lacava, la vistosa cursilería de soldados disfrazados de mamarrachos y la nota de coca aportada por «el compañero y líder bolivariano Evo Morales», el circo militar carabobeño (congreso bicentenario de los pueblos) fue ceremonia intrascendente. «El pasado no es como antes», sostuvo el escritor de ficción científica Arthur Clark, cuando gracias a la ciencia todo parecía posible. A los populismos petrolero y cocalero les viene como dedo al ano, o viceversa, el aforismo del autor de 2001, odisea del espacio: la dupla Maduro & Morales fabula un ayer capaz de justificar la codicia y corrupción del presente. En eso se parecen a los arrogantes militares pelo y latonería en el pecho, sedicientes “herederos del inmortal ejército libertador, quienes deliberadamente soslayan la génesis gomecista y nada homérica del núcleo de la bautizada por el inmarcesible espectro del cuartel de la montaña, con abundancia de adjetivos, Fuerza Armada Nacional Bolivariana. La gesta guerrera es importante por el coraje y los sacrificios prodigados en el empeño de sacudirnos del dominio colonial, pero tanto o más interesante resultan para el patrimonio cívico nacional dos efemérides convergentes en este singular domingo. Nos referiremos a ellas en orden cronológico.

Hace 151 años, el lunes 27 de junio de 1870, Antonio Guzmán Blanco, abogado, diplomático, general en jefe del Ejército Constitucional de la Federación y presidente de los Estados Unidos de Venezuela, ¡uf, vaya duro y venga suave!, dictó su famoso Decreto de Instrucción Pública Gratuita y Obligatoria para todos los venezolanos, anticipándose, a los países europeos más avanzados, cuya redacción se adjudica al Dr. Martín Sanabria, ministro de Instrucción Pública, admirador y estudioso de la obra de Domingo Faustino Sarmiento; sin embargo, en el Diccionario de Historia de Venezuela de la Fundación Polar se le asigna la autoría al licenciado Eduardo Castro, de quien desconocemos peso y contenido. Esta fue quizá la ejecutoria más relevante del Ilustre Americano, pues impulsó de modo superlativo la educación en el país, como evidencia el crecimiento exponencial de escuelas federales y municipales, a partir de su promulgación. Tal vez, el único hito equiparable a ella sea el Programa de Becas Gran Mariscal de Ayacucho, creado durante la primera administración de Carlos Andrés Pérez. En todo caso, es inmensa la significación del decreto. Si Carabobo supuso la ruptura definitiva con la corona, la provisión guzmancista abrió las puertas del conocimiento a una población sumida en la ignorancia y el analfabetismo Y eso, amigo lector, sí fue un acto verdaderamente revolucionario. No me gusta citar al Simón Antonio de la Santísima Trinidad —se arriesga uno a ser tachado de chavista—, mas aquí cabe una perogrullada de su cosecha: «Un pueblo ignorante es instrumento ciego de su propia destrucción».

El 27 de junio se festeja en nuestro país el Día del Periodista, fecha consagrada, desde 1965, al reconocimiento de quienes dedican sus vidas y esfuerzos no solo a registrar el diario acontecer —veraz y oportunamente, cual plantea la Constitución vigente—, sino a indagar y difundir los intríngulis de la noticia. Infortunadamente, en esta Tierra de Gracia no es día de regocijos sino de lamentos. A los periodistas se les amenaza, acosa, encarcela y hasta se les asesina. En una infame ergástula roja permanece secuestrado Roland Carreño. Como él, muchos de sus colegas corren peligro de ser desaparecidos como por arte de magia. Y este es apenas uno de los muchos aspectos a deplorar en el aniversario de la fundación del Correo del Orinoco (27/06/1818), elegido sabiamente por los fablistanes vernáculos a fin de emblematizar con «la artillería del pensamiento» la conmemoración de su día; pero, ¿cómo celebrar la ocupación de las instalaciones de El Nacional y la desaparición de las ediciones impresas de más de un centenar de periódicos, a causa de la hegemonía mediática socialista? No voy a inventar la pólvora con nuevas alegaciones en favor de los profesionales y las empresas de la comunicación social. Reproduzco, sí, una apreciación de la Sociedad Interamericana de Prensa, difundida hace un lustro, a propósito de las amenazas y acosos contra Tal Cual, La Patilla y este diario: «En Venezuela, el desempeño periodístico se imposibilita porque es casi nulo el acceso a la información en manos del Estado y se criminaliza toda forma de expresión social y política disidente, sea de periodistas, de dirigentes vecinales, estudiantiles o políticos».

La libre expresión de ideas es una piedra en el zapato populista. En la Cuba barbuda y rebelde lo tuvo claro, clarísimo, Fidel desde la toma del poder en 1959, y si alguna duda tuvo, los soviéticos se encargaron de despejarla. Y hay un cuento ilustrativo, debido al gracejo antillano de Mike Roldan, periodista cubano fallecido en nuestro suelo, a quien la revolución amargó la vida condenándolo a un exilio melancólico, aguardentoso y sonámbulo, en retribución a los servicios prestados en calidad de traductor entre Fidel y Alexei Kosygin, durante la visita dispensada por este a La Habana (junio, 1967) —estuvieron presentes en ese cimero encuentro Oswaldo Dorticós y Armando Hart—, en la cual el entonces premier soviético habría advertido al barbado mayor acerca de «ese vicio capitalista y burgués conocido como libertad de prensa». No necesitaba el Dr. Castro Ruz tal sermón: tenía casi una década cocinando embelecos en su propia sartén informativa y, en su fórmula de exportación de la revolución, someter a la prensa y domeñar periodistas eran objetivos principales. Cuando Chávez, ya investido presidente, se entrevistó con él, compró al rompe el mecanismo de la mordaza silenciadora y se lanzó a expropiar, fundar y adquirir emisoras de radio, estaciones de televisión, panfletos comunitarios, imprentas, empresas de publicidad exterior y hasta remedó, con la Villa del Cine, la industria hindi de Bollywood, para cinematografiar, en comandita con el Instituto Cubano de Arte e Industria, ICAI, la nueva realidad escarlata. Así comenzó en nuestra bolivariana república el vía crucis de, según Gabriel García Márquez, «la mejor profesión del mundo». Ahora, además de la consabida coerción televisual con el mazo, se cierne sobre los restos de la prensa independiente la judicialización en razón de joder la licencia concedida, con la venia del reyecito, el tercerizado capitán; pero educación e información pueden librar y ganar batallas por la inteligencia, sin necesidad de un as de bastos o un garrote de troglodita como el del bellaco Trucutú. Y se acabó el pan de piquito. Hasta aquí llegamos. Me despido con un tam-tam-rataplán, para que no digan que no le paré a los tambores. Nos veremos el domingo venidero… si nos dejan.


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