La llamada clase política ha colapsado, apenas alfilerado el oficialismo por el presupuesto público. Dependiente del peso de las armas y de la economía criminal que ya le compite crecientemente, agotó la tarea de asfixiar mecánicamente a la oposición y, con ella, a las grandes mayorías que desesperan por manifestarse eficazmente.

Más allá de una repentina intuición, Chávez Frías eligió, estimuló y estelarizó a sus adversarios con una habilidad que no ha podido imitar Maduro Moros. Validándose como tal, el régimen ha lidiado con los más decididos y peligrosos que se les colaron, administrando y retribuyendo a aquellos que le han servido solo tácticamente, haciendo del tiempo –precisamente– su más prolongada y exitosa estrategia.

Al morir, Gómez ya había aniquilado cualquier disidencia y entendió López Contreras que una transición aconsejaba crear la propia, aunque pasara inicialmente por el gabinete y el parlamento que logró forjar. Solo quedaban los altos y competentes funcionarios, y una nueva promoción generacional obligada a la maceración política, aunque –alternativo al bolivarianismo guzmancista– sobrevivió un capital intelectual de renovados bríos que se hizo sentir, de un modo, en el sorpresivo Programa de Febrero, y, del otro, en la documentación de quienes a la postre trascendieron el marxismo escolar de entonces, atreviéndose con los Picón-Salas y Briceño Iragorry en la hondura de sus trazos.

Otra muerte, en el siglo XXI, nos hizo rehenes de un instante aún no superado: no hay un estamento propiamente político, quebrantada la tradición del siglo anterior que nos arrojó al vacío, con un peculiar prototipo de dirigente que expresa muy bien al sobreviviente de la catástrofe humanitaria, en ambas aceras. Y que todavía busca explicarse culturalmente, iluminado por  las meras y efímeras circunstancias que le tientan, juradas por siempre promisorias.

Entre los escombros, el país que reivindica las libertades públicas, la propiedad privada y una economía de mercado, espera por la reconstrucción de un liderazgo a tono con el postsocialismo, con las  virtudes y los defectos naturales que le dieron tejido a nuestro historial republicano. Para ello requiere de principios y valores, pero más allá, de una vocación y de un talento político ahora extraviados, que el momento exige corajudo y audaz, incluso, en la tarea de repensarse.


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