Pacificar el país: gran reto nacional hoy. Porque Venezuela no está en paz.

No nos encontramos en medio de un conflicto armado, como es lamentablemente el caso de Ucrania (aunque regiones de nuestro país sufren la presencia activa de grupos guerrilleros particularmente foráneos, así como de bandas armadas de extorsión). Pero no se puede definir la paz como “la mera ausencia de la guerra”, según lo expresó el Concilio Vaticano II, el cual identifica la paz como “obra de la justicia” y no simplemente como los meros equilibrios de fuerzas, hegemonías despóticas y cosas por el estilo (ver GS 78).

La paz es convivencia en un Estado de Derecho y en una interrelación social serena, multicolor y polifónica, que integra diversidad de culturas, de alineamientos políticos, de corrientes de pensamiento y adhesiones religiosas, en un clima de tolerancia y respeto. Es lo que exige una sociedad democrática genuina. Ésta no se reduce a una masa humana exenta de tensiones, pues una sana convivencia implica variedad en una unidad, que si no perfecta, es deseable y vivible. No se trata de mera utopía. Venezuela felizmente experimentó el siglo pasado décadas con una convivencia pacífica, que la convirtió en lugar de refugio y referencia para gentes de otras naciones sumidas en dictaduras y graves conflictos. Por desgracia, a nuestra democracia se la interpretó como algo ya asegurado, que no exigía cuido y renovación, con la cual se podía jugar, y así se la entregó alegremente a la dictadura de tipo totalitario que aún persiste.

La paz es legítima aspiración humana y también ineludible ilusión. Tanto, que los profetas en el antiguo Israel la propusieron como don de los tiempos mesiánicos: “Forjarán de sus espadas azadones y de sus lanzas podaderas. No levantará espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra”. (Is 2, 4). Con la venida del “Príncipe de Paz” se tendría una reconciliación envolvente de lo humano en una comunión universal: “Serán vecinos el lobo y el cordero… Hurgará el niño de pecho en el agujero del áspid, y en la hura de la víbora el recién destetado meterá la mano. Nadie hará daño, nadie hará mal en todo mi santo Monte, porque la tierra estará llena de cocimiento de Yahveh” (Is 11, 6.8-9).

Cristo ha venido y ha proclamado como mandamiento máximo, lo que echa la base y constituye el instrumento y sentido de la paz: el amor. Al cual no lo concibe el Señor como puro sentimiento o idealidad vacía, sino que lo identifica como actuación solidaria y servicial precisa, según lo expone bien claro en su descripción del Juicio Final (Mateo 25, 31-46). Este texto evangélico viene a ser una especie de compendio básico de doctrina social.

Cuando el Episcopado en estos dos últimos años ha venido insistiendo en la urgencia de “refundar la nación” entiende ésta, fundamentalmente, como “construir la Venezuela que la inmensa mayoría anhela y siente como tarea: donde predomine la justicia, la equidad, la fraternidad, la solidaridad, la unidad y la paz” (Mensaje de la Presidencia del Episcopado, 22 de junio de 2021).  Refundación como pacificación.

Porque en Venezuela no hay paz. Los obispos repetitivamente ponen de relieve hechos dramáticos al respeto: emigración masiva forzada, grave empobrecimiento de las grandes mayorías, clima de amedrentamiento de la población, política represiva de toda oposición (persecución, encarcelamiento y tortura de disidentes), violación sistemática de los derechos humanos, hegemonía comunicacional, manejo arbitrario de la economía y la geopolítica, instrumentación ideológico-partidista de lo militar, marginación del soberano (Constitución) en la orientación básica del país.

La refundación como pacificación es objetivo que exige un compromiso global: toca los varios ámbitos societarios -económico, político y ético cultural- y requiere genuina participación de la entera comunidad nacional. Plantea, sin embargo, algunas tareas primarias y prioritarias que es preciso acometer.

Dentro de lo primario y prioritario para refundar-pacificar el país emerge la función constituyente y originaria, que le corresponde al soberano y que urge la ejerza. Todo retardo significa más dolor y lágrimas para el pueblo venezolano, especialmente para el más necesitado y desvalido. ¡El soberano asuma ya su obligación!


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