Incertidumbre, confusión e impotencia, son tres palabras que podrían bien definir la situación actual de Afganistán tras la salida (¿irresponsablemente calculada?) de las fuerzas estadounidenses y aliadas, conforme al Acuerdo de Doha, de febrero de 2020, que, para algunos opinadores, significó el reconocimiento de una nueva derrota acreditable a los estrategas de la geopolítica estadounidense.

Todos vimos a un Joe Biden desdibujado al tratar de responder por los ataques terroristas del pasado jueves 26 de agosto, perpetrados en las proximidades del aeropuerto internacional de Kabul, por la franquicia del Estado Islámico (EI-K) que opera en la llamada región de Khorasan (Paquistán y Afganistán, principalmente). Juró vengar la muerte de los inocentes que, al momento de escribir estas líneas, ya ascendían a la cifra de 90 personas, entre ellas, trece militares compatriotas. Como quien pretende sacarse un gran peso de encima, Biden solicitó a sus fuerzas armadas “planes para atacar al Estado Islámico”. Una medida que justo ahora suena como haber colocado la carreta delante de los caballos.

Un pequeño recuento histórico

La versión corta de esta historia nos recuerda que cuando Estados Unidos lideró la invasión a Afganistán en octubre de 2001, el principal objetivo de la operación era el de capturar a los responsables de los atentados terroristas de las Torres Gemelas en Manhattan y del Pentágono.

La nueva doctrina de seguridad de George W. Bush utilizó como coartada al autor intelectual de los reprochables ataques: Osama bin Laden (líder de al-Qaeda), quien bien supo por un tiempo jugar a las escondidas en las intrincadas montañas entre Paquistán y Afganistán, antes y después de la caída del régimen talibán.

Luego de la ejecución de Bin Laden en Abbottabad, Pakistán (mayo de 2011), se pensó que ya sería el momento adecuado para desmantelar todo el complejo militar y de inteligencia que Washington había desplegado en ese indomable territorio. Después de todo, para ese entonces y bajo la constitución de enero de 2004, ya el presidente afgano, Hamid Karzai, se encontraba cumpliendo su segundo mandato de cinco años, más seguro él, después del despliegue adicional de 140.000 soldados, ordenado por Barack Obama, en febrero de 2009.

Como en otros episodios de la historia contemporánea en los que Estados Unidos ha intentado infructuosamente exportar sus valores e instituciones democráticas, las élites políticas consideraron que era necesario mantener la presencia militar, con el fin de entrenar y apoyar a las fuerzas de seguridad del Estado afgano, incluso, luego de que la OTAN pusiera oficialmente fin a sus operaciones de combate, en diciembre de 2014.

 

Pero las cosas no saldrían como habían sido planificadas. Paralelamente a la asunción a la presidencia afgana de Ashraf Ghani, en 2014, se hace notorio el resurgimiento de los talibanes, al tiempo que los militantes del Estado Islámico del Khorasan (EI-K) comenzaban sus operaciones en Afganistán (2015), en pleno apogeo del autoproclamado Estado Islámico en Irak y Siria. Los sucesos recientes ya son conocidos: el señor Ashraf Ghani fue depuesto por los talibanes el pasado 15 de agosto.

Talibanes y Estado Islámico: enemigos jurados

A título didáctico, el Estado Islámico surgió como derivación de al-Qaeda en Irak, y rompieron relaciones con este último en 2014. Así mismo, la franquicia del Estado Islámico en Afganistán (EK-I), tiene como enemigo jurado a los talibanes a quienes consideran traidores a la causa yihadista por haber firmado el acuerdo de Doha con los estadounidenses en 2020. Además, a pesar de ser estos dos movimientos representantes del islamismo sunita radical, el EI-K concibe a los talibanes todavía muy laxos en la aplicación de los postulados del integrismo islámico suní. Los talibanes, aunque pretendan aparentar un distanciamiento, son declarados aliados de Al-Qaeda, muy a pesar de que el Acuerdo de Doha exige a los talibanes desvincularse por completo de cualquier relación con grupos terroristas.

La situación actual en Afganistán presenta entonces un cuadro complejo donde convivirán, por un lado, los grupos yihadistas de al-Qaeda, siempre vinculados a los talibanes que acaban de proclamar el nuevo Emirato Islámico de Afganistán, y por el otro, el Estado Islámico del Khorasan (EI-K), subsidiaria, como decíamos, del Estado Islámico, autoproclamado califato en 2014, en la ciudad iraquí de Mosul, y que fuese posteriormente derrotado en Siria e Irak por la coalición liderada por Estados Unidos en 2017. Por esta razón, el caos reinante en Afganistán es para el Estado Islámico una oportunidad de oro para establecer una nueva base de operaciones e intentar desplazar eventualmente a los talibanes del poder.

Es muy posible que, en la evaluación de costos y resultados, particularmente a partir de 2015 cuando la situación en Afganistán comenzaba a observarse ya fuera de control, los servicios de inteligencia y los lobbies políticos de Estados Unidos hayan recomendado el retiro definitivo de las tropas estadounidenses; una visión que coincidiría con la política aislacionista de Donald Trump, y que condujo eventualmente al Acuerdo de Doha para el alto al fuego y el futuro político de Afganistán. Es factible, por tanto, que, ante el resurgimiento de estos dos grupos del radicalismo integrista sunita en territorio afgano, Washington haya apostado, no a un acuerdo político entre el presidente depuesto y los talibanes, contemplado en Doha, sino a un escenario en el que los talibanes en el poder harían de muro de contención al nuevo ciclo de incursiones de la red global del Estado Islámico.

En otras palabras, la Casa Blanca estaría calculando –más que el cumplimiento de la promesa del gobierno talibán de no albergar a factores como al-Qaeda– una situación de enfrentamiento feroz entre los talibanes y el EI-K con la perspectiva del desgaste mutuo o al menos de la imposición del nuevo régimen como el menor de los males. Un saldo igual de negativo para la causa antiterrorista respecto a lo que se percibe será el inevitable reforzamiento de las células de al-Qaeda, que ahora tendrán un refugio seguro como en los tiempos de la primera administración talibana (1996-2001).

El peor escenario para Estados Unidos y Occidente es aquel en el que pueda operar una especie de cohabitación entre el recién instalado régimen talibán y el Estado Islámico, con sus incidencias obvias para la seguridad regional y mundial. Pensemos en una convivencia forzosa debido al equilibrio de fuerzas que pudiera producirse en el terreno entre los dos factores, pero también en algunas hipótesis basadas en investigaciones que han advertido sobre posibles vínculos entre el EI-K y la llamada Red Haqqani, cuyo jefe, Sirajuddin Haqqani, estaría entre los líderes del Talibán al mando de Afganistán. La red Haqqani se remonta a la guerra contra la Unión Soviética a partir de 1979, la declaratoria de su lealtad al Talibán en 1995 y a su enfrentamiento contra Estados Unidos y la coalición a partir de 2001.

Los actos terroristas en el aeropuerto de Kabul del pasado 26 de agosto están, hasta ahora, desvinculados de cualquier participación del régimen talibán. Así lo dijo, no con mucha convicción, el presidente Joe Biden, tal vez deseando creer en su ¿nuevo mejor amigo estratégico?, en esa polvareda geopolítica de la región de Asia Central.

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