Foto EFE

En estos días me he dedicado a pensar y leer sobre temas distintos, escogidos casi al azar. Son diversos los asuntos por los que deambulé, algunos de los cuales los expongo en estas breves líneas, sin ningún orden y sin ningún motivo que no sea el asombro, aderezado por el desconcierto.

Sube el “récord” de calor

Leo que en el transcurso de las últimas semanas el planeta ha venido rompiendo sucesivamente el “récord” de calor, registrando una temperatura cada vez más alta, estimación en la que coinciden todos los organismos que abordan el tema. Encima los expertos advierten que la marca podría superarse varias veces más este año, dándonos la pésima noticia de que estas olas de calor serán cada vez más frecuentes y severas. Concuerdan, además, en que tenemos que dejar de quemar combustibles fósiles, no dentro de algunas décadas, sino ahora.

Me viene a la mente, entonces, la cantidad de informes que han estado alertando, desde hace aproximadamente cincuenta años (recordemos “Los límites del crecimiento”, el famoso Informe del Club de Roma en la década de los setenta) sobre el riesgo que corremos los terrícolas y desfilan en mi memoria los infinitos acuerdos aprobados, casi bajo juramento, por la mayoría de los países, pero ignorado al momento de tomar las medidas correspondientes. Se le ocurre a uno, entonces, la sospecha de que los habitantes del mundo tienen tendencia hacia el “autosuicidio”, palabra inventada a finales del siglo pasado, según se cuenta, por un importante líder político de la denominada cuarta república.

La Globesidad

Brincando de asunto observo que el mundo engorda con el pie en el acelerador, a tal punto que la Organización Mundial de la Salud acuñó el término Globesidad para describir lo que está sucediendo en niños y jóvenes, adultos, hombres y mujeres, tanto en los países ricos (Estados Unidos a la cabeza: casi dos tercios de los adultos), como en los pobres, al igual que en los que se ubican entre aquellos y estos. Se trata, pues, de una verdadera pandemia de la que no se libra Venezuela, según lo muestran las estadísticas, ubicándola entre los tres primeros lugares de América Latina. Es, pues, un grave problema de salud pública, según lo ha señalado el propio gobierno.

Los diagnósticos explican que hay una inequívoca conexión entre pobreza y gordura y que, más allá de ciertos desacomodos en el funcionamiento del cuerpo, el gordo se fabrica por comer mucho, mal y con premura, además de llevar una vida sedentaria.  

Pero el asunto tiene, así mismo, aristas económicas fundamentales. Un vistazo rápido señala que a lo largo de los últimos años ha tenido lugar un proceso de industrialización que, gracias a innovaciones tecnológicas y organizativas llevadas a cabo en buena medida en nombre de las sagradas economías de escala, se ha logrado abaratar el precio de los alimentos, homogeneizándolos mediante la adopción de sistemas que buscan cantidad, más que calidad, esto es, ser rentables, más que saludables. Transgénicos, concentración insalubre de animales, alimentados de manera inadecuada, aditivos químicos para la conservación de los productos, son, por mencionar algunos factores, propios de un esquema productivo cuya más clara señal de éxito, según opinó alguien con cierta dosis de sarcasmo, es el número de personas obesas.

La velocidad

Conforme a una expresión que se ha convertido en “cliché”, la sociedad de hoy en día se encuentra «enferma de prisa y totalmente anestesiada», y lo peor, es que los terrícolas somos cada vez menos conscientes de ello. Somos víctimas de “un estado de turbo temporalidad en donde todo va acelerado».

La rapidez se ha convertido en un criterio imprescindible para ordenar la vida, al extremo de que los países no se dividen únicamente entre desarrollados y subdesarrollados, sino en lentos y rápidos. Atragantarse en el almuerzo se convierte, entonces, en un dato relevante para transitar la ruta del progreso.

Así las cosas, la tranquilidad y el sosiego son valores incapaces de rivalizar con el termómetro del PIB o el número de automóviles por habitante. “Correr o morir”, that is the question.  Ir a toda velocidad, aunque no se sepa muy bien hacia dónde, e incluso si se abriga la sospecha de que se va por la pista equivocada. Cosas estas, así pues, que describen, si bien no de manera exclusiva, a la civilización occidental, como judeocristiana y rápida.

La Sedotofobia

Estamos expuestos diariamente a sonidos que, según la arriba mencionada OMS y otras muchas instituciones, superan el umbral de ruido saludable para nuestros oídos (alarmas del teléfono, tráfico en las ciudades grandes, tubos de escape, sirena de patrullas o ambulancia, música todo volumen en cualquier lado, en fin). Son, se advierte, sonidos que pueden acabar dañando seriamente el sistema auditivo.

Nuestro mundo se ha convertido en una metáfora del ruido, clasificado como un problema ambiental que afecta a las personas, tanto en su salud física (molestias ocasionales, diabetes, hipertensión, alteración de la frecuencia cardíaca…), como en su condición mental (insomnio, falta de atención y escasa concentración, fatiga, estrés, irritabilidad, lapsus de memoria, agresividad, depresión, ansiedad, …).

El ruido es uno de los factores medioambientales que provoca más alteraciones en la salud, después de la contaminación atmosférica. Sin embargo, lo peor es que nos hemos acostumbrado a tolerar el ruido y lo que es seguramente más grave, habituado a generarlo, esto es, le dimos carácter de costumbre.

Pero la cosa no termina allí puesto que diversas investigaciones han diagnosticado la “sedotofobia”, esto es, al miedo, a la calma, al sosiego y a la quietud. En una de sus canciones Joaquín Sabina habla de “un ruido que todo lo inunda, que no deja lugar para el sosiego o la paz que nace de una de las más preciosas -y subversivas- libertades que, mal que bien, aún nos quedan: el silencio”. Se está perdiendo, por tanto, un derecho fundamental de cualquier ciudadano.

La guerra

Pareciera que se nos ha perdido la noción del tiempo que ha durado sólo tenemos la certeza de que los muertos son miles de miles El conflicto se ha convertido en eso que los expertos denominan un problema geopolítico. Así, diversos países tercian en el asunto, cada uno con su barajita escondida tras las banderas de la paz, el resguardo de los derechos humanos, el repudio a las armas químicas y atómicas y el resto del bla bla bla que condimenta la prédica de los que fungen como guardianes planetarios. Así las cosas, si por fin hay un cese a la guerra, es porque las distintas barajitas pudieron hacerse compatibles.

De nuevo, como si faltaran pruebas, se comprueba que las normas internacionales parecieran borradores escritos en servilletas. Que las diversas instituciones encargadas de elaborarlas y hacerlas cumplir, semejan un jarrón chino. Que les queda grande la globalización, no saben manejar la creciente densidad de las interdependencias y sólo observan las cosas desde la perspectiva del interés asociado al pedazo que corresponde al Estado Nacional.

Ucrania no será, tristemente, el último caso que ponga de bulto el peligroso déficit de gobernabilidad en el planeta. Lo más lamentable es que el conflicto será una derrota para todos, sea cual sea su resultado.

Queda demostrado por enésima vez que, al final de cuentas, la guerra solo la entienden (y sienten) los que la sufren, así como quienes son capaces de ponerse en su lugar y comprender que no existen causas por las que haya que morir.

Conclusión

Los asuntos considerados anteriormente dejan la sensación de que el planeta evoluciona sin una brújula que le señale la ruta que lleva y menos aún, si es la correcta, circunstancia cuya gravedad no es posible abultar en esta época trazada por la globalización (todo ocurre en todos los rincones del mundo), el agotamiento del vigente modelo de desarrollo (hace agua por todas partes) y las profundas trasformaciones tecnológicas  (aceleradas y disruptivas), aspectos que desde hace un buen rato están enviando señales que hay que saber descifrar porque ponen a la especie humana entre la espada y la pared.


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