Después de una pausa, escribo estas reflexiones en un Viernes Santo, en el que, pese al convulso y materialista mundo en que vivimos, somo testigos, tanto en Colombia como en América Latina y España, de la fe que prevalece en amplios sectores de la sociedad, y de las hermosas tradiciones que se mantienen asociadas a la prédica de Jesús, quien vivió para hacer el bien, para proclamar el mandamiento del amor, y sufrió y murió crucificado para abrirnos el camino a la vida trascendente.

En este insólito mundo terrenal, vemos atónitos cómo el régimen nicaragüense a cargo de la inefable pareja Ortega-Murillo, tras privar de la nacionalidad, bienes y derechos civiles de cientos de ciudadanos, ha optado además por perseguir a la Iglesia, rompiendo relaciones con el Vaticano, apresando a obispos y sacerdotes, prohibiendo o reprimiendo expresiones propias de la Semana Santa, y extrañando del país a sacerdotes y órdenes religiosas, en una forma tan grotesca que no tiene antecedentes de esa magnitud en nuestra América Latina. En efecto, la privación de la nacionalidad a tantos ciudadanos por disentir de la nefasta tiranía no tiene parangón ni en las oscuras épocas de la Unión Soviética o de la Alemania nazi. Aunque hay que decirlo, el régimen chavista ha inhabilitado a muchos venezolanos de sus derechos políticos, los ha perseguido o ha negado el derecho constitucional a la obtención de documentos de identidad a quienes en algún momento hemos asumido posturas contrarias a un sistema que priva al país de la libertad.

No sería posible omitir en estas reflexiones una referencia a la olla de corrupción destapada en Venezuela, que luce como un ajuste de cuentas entre grupos mafiosos que luchan por el poder y por el botín, del cual ha sido víctima la primera empresa nacional, que llegó a ser la segunda empresa energética del mundo: Petróleos de Venezuela (Pdvsa), al igual que varias empresas básicas de Guayana. El escándalo que ha aflorado en las últimas semanas con el caso de Tareck el Aissami y sus secuaces, tras la desaparición de 3.000 millones de dólares en negociados y operaciones ilícitas, incluyendo operaciones ocultas en criptomonedas, no es sino la punta del iceberg del saqueo más monumental del que tenga registro la historia. En efecto, antes que El Aissami han pasado por la dirección de Pdvsa familiares del difunto Chávez; militares no preparados pero codiciosos; Rafael Ramírez, protagonista de inmensos manejos ilegales y de haber entregado a la empresa al servicio discrecional de Chávez, y tantos otros negociantes y “enchufados” que se han enriquecido a costas de empresas del Estado, mientras estas han sido llevadas a una situación de total bancarrota.

En otro orden de ideas, se aproxima la fecha de celebración de las elecciones primarias en la oposición venezolana en octubre próximo, para las cuales emerge como fenómeno político María Corina Machado. Pese a que no pocos dirigentes políticos la adversan, la opinión pública nacional parece premiar en ella la valentía y coherencia sin dobleces, cansada como está de engaños, debilidades o componendas. La pregunta clave está en que, si no se abre el registro electoral a millones de jóvenes residentes en Venezuela o fuera del país, y pese a las dificultades no se garantiza el voto de los venezolanos en el exterior, donde en la diáspora hay cerca de 4 millones de votantes, no sería posible esperar otra cosa que otra elección amañada de parte de un régimen que pretende perpetuarse en el poder. Voceros del régimen proclaman sin rubor que no propiciarán elecciones para perderlas. Y si el régimen ganara en 2024, superaría el récord ostentado por la dictadura de Juan Vicente Gómez, quien gobernó de 1908 a 1935, y falleció de muerte natural.

En alguna ocasión Fidel Castro le dijo a Daniel Ortega: “Las revoluciones no se miden en elecciones”, y efectivamente en aquella ocasión el sandinismo perdió ante doña Violeta Chamorro, pero el nefasto presidente posterior Arnoldo Alemán entregó a Ortega en bandeja de plata una reforma constitucional que le ha permitido aferrarse al poder hasta el presente y cerrar toda posibilidad de alternancia política en ese país. Está claro que en Venezuela no hay condiciones para la celebración de elecciones justas y con garantías, y que el fallido diálogo de México, que debía conducir a una agenda política para mejorar las reglas del juego electorales, ha sido burlado por el gobierno bajo los más disímiles pretextos: antes, por la extradición de Alex Saab; luego, por la retención del avión iraní-venezolano en Buenos Aires; y ahora por la exigencia de levantamiento previo de las sanciones internacionales que pesan sobre Venezuela. La reciente iniciativa del presidente Gustavo Petro de convocar a una conferencia internacional sobre Venezuela, que al decir del canciller Leyva tendría como propósito propiciar la reanudación de los diálogos en México, no debe conducir a orquestar una presión para el levantamiento de las sanciones, si no media un compromiso firme de generar condiciones para la celebración de elecciones limpias en el país. El levantamiento de las sanciones es, pues, una consecuencia de esa agenda política y no una premisa para avanzar en esa dirección.

Es triste además que esta Semana Santa haya traído a los venezolanos la noticia de que la Corte Internacional de Justicia (CIJ) ha desestimado la solicitud del país acerca de la incompetencia de esa instancia para conocer sobre la reclamación del territorio de la Guayana Esequiba, al considerar nulo el Laudo Arbitral de 1899, que despojó al país en plena época imperial británica de 150.000 km².  Para Venezuela, el Reino Unido se comprometió mediante el Acuerdo de Ginebra de 1966 a encontrar una solución práctica y mutuamente satisfactoria a la controversia territorial, es decir, que considera que el Acuerdo de Ginebra es el único instrumento válido para dirimir dicha controversia y por ello, dicha instancia internacional no constituye el medio para la solución del diferendo, por cuanto excluye el objeto del Acuerdo de Ginebra. Ahora, la CIJ avanzará en el análisis de la demanda interpuesta por Guyana contra Venezuela para resolver la disputa sobre la validez o no del Laudo Arbitral de 1899. Al respecto, es necesario destacar que el régimen chavista ha sido débil en las delicadas gestiones internacionales sobre la materia, pues desde un primer momento Chávez trató de congraciarse con los países angloparlantes del Caribe en búsqueda de su apoyo, bajándole volumen a la controversia, y porque Fidel Castro le aconsejó por razones geopolíticas asumir una posición de bajo perfil, ya que además era una forma de reconocer al gobierno socialista de Forbes Burham en Guyana el fuerte apoyo brindado a Cuba, entre otras como base logística que fue para el traslado de las tropas cubanas que operaban en el continente africano.

En cuanto a Colombia, país generoso con la diáspora venezolana, los deseos más vivos son porque el nivel de polarización presente ante la agenda legislativa que adelanta el gobierno, así como al tratamiento a la agenda de la paz total, conduzca a deponer posturas de elevada carga ideológica o de campaña, en aras de promover algunos cambios que el país requiere, pero en un ambiente de mayor entendimiento para acordar mejoras a leyes e instituciones existentes, sin conducir a su destrucción o estatización, en otras palabras, construyendo sobre lo construido, y como forma de bajar la crispación política y disminuir el clima de incertidumbre prevaleciente.

Una reflexión final sobre el Perú, país de mis afectos, pues allá viví años importantes de mi existencia. La defensa a ultranza de Pedro Castillo por parte de algunos gobernantes de la región luce más asociada a afinidades ideológicas que a realidades en torno a las cuestionables ejecutorias de Castillo y su gobierno, entre ellas las de corrupción. Pese a que el Congreso del Perú acaba de rechazar una moción de censura al gobierno de Dina Boluarte, hay que estar claros en que la violencia desatada en contra su gobierno no oculta el propósito de la extrema izquierda de propiciar su caída, el cierre del Congreso y la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente, cuyo guion y resultados son harto conocidos: la implantación de un régimen socialista de inclinación radical y de fragmentación de la sociedad peruana, como se intentó en Chile, afortunadamente sin éxito.


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