Recolección de firmas en 2004

El referéndum revocatorio de 2004 –cuyos resultados no fueron favorables a la oposición–, se propuso como proceso constitucional idóneo para enjugar la crisis provocada por las políticas públicas hasta entonces instrumentadas por el gobierno, por los acontecimientos del 11 de abril de 2002 y por la paralización de actividades económicas en atención a las convocatorias efectuadas por empresarios y trabajadores. El ambiente de polarización fomentado por el exacerbado estilo populista de hacer política planteó la dicotomía entre consulta “revocatoria” o “ratificatoria” del presidente de la República, siendo favorecidos los partidarios de la continuidad en funciones del magistrado sometido a histórica prueba. Aquello se verificó conforme las normas y pautas establecidas en el ordenamiento jurídico y además contó con la presencia de observadores internacionales –entre ellos el Centro Carter–, quienes no avalaron la tesis del fraude cometido por el oficialismo. Tanto este, como otros procesos electorales, han sido señalados por los excesos del régimen –la participación militante de funcionarios de todos los niveles de la administración pública, así como el uso abusivo de los medios de comunicación e información controlados por el Estado y de los bienes nacionales–; se añade la inconveniente suspicacia que de suyo produce el control ejercido por el partido de gobierno sobre los restantes poderes públicos.

Todos los cargos de elección popular –prescribe el artículo 72 de la Constitución nacional– son revocables. Transcurrida la mitad del período para el cual resultaron electos los funcionarios del caso, un número no menor al veinte por ciento de electores inscritos en la correspondiente circunscripción podrá solicitar la convocatoria de un referéndum para revocar el respectivo mandato. Cuando igual o mayor número de electores que hubieren favorecido la opción del funcionario en cuestión decida a favor de la abrogación del encargo –siempre que a la consulta popular concurran electores que representen un número igual o superior al veinticinco por ciento de los inscritos–, se tendrá por revocado el mandato y se procederá de inmediato a cubrir la falta considerada absoluta conforme lo dispuesto en el ordenamiento jurídico. La norma constitucional establece para estos casos que se procederá a una nueva elección universal y directa dentro de los treinta días consecutivos siguientes (art. 233). Es este el cauce que abre la Constitución a una salida política a las severas crisis que pudieren plantearse cuando aquellos despojados de la confianza y el respaldo popular, se negaren a reconocerlo con magnanimidad y espíritu público –se necesita mucha cultura política y dignidad humana para obrar con altura en tales circunstancias–.

Este procedimiento que para algunos luciría relativamente sencillo de llevar a la práctica –sobre todo en medio de la enorme crisis que nos agobia y habida cuenta del gran rechazo popular que sin duda provoca el régimen–, es en verdad tremendamente exigente y confrontaría severos riesgos que no son desdeñables. No deben olvidarse las dificultades que confrontaron los convocantes del aludido referéndum revocatorio de 2004, cuando aún existían trémulos vestigios de institucionalidad –nos referimos a las formidables adversidades que soportaron primeramente la Coordinadora Democrática y después la organización Súmate para recoger y validar las firmas de los solicitantes, a las cuales se agrega la insólita controversia judicial llevada a instancias de la Sala Electoral del TSJ y el consecuente rechazo de su decisión por parte de la Sala Constitucional del mismo Tribunal, basándose en irrazonables tecnicismos legales–. Y como corolario de todo esto, no debe olvidarse el tendencioso empleo que se hizo de las listas de firmantes –la infame lista Tascón, para ser más específicos–.

Pero el tema del referéndum revocatorio que tímidamente se escudriña en esta hora menguada que nos envuelve –lo satírico de tan pesarosa historia, es que se intentaría revocar a quien desde 2018 no es reconocido como presidente legítimo por la oposición política y un número importante de naciones democráticas del mundo libre–, no se limita a los azares que entraña el cumplimiento de las formalidades legales y su eventual aprobación por parte del Poder Electoral –sin olvidar el tutelaje cumplido por el TSJ–. No solo la ciudadanía en ejercicio de sus derechos políticos debe organizarse y comprometerse con su eficaz convocatoria y realización, también la dirigencia política que conocemos, con sus defectos y carencias, tiene que asumir su responsabilidad histórica al proponer de una vez por todas una aproximación perspicaz a nuestros problemas de actualidad, que surja de un verdadero consenso y que ante todo se haga creíble en medio de tanto desconcierto. Ello exige sincronizar actitudes, pero ante todo poner de lado esa reyerta de egos y alarde de vanidades que suelen convertirse en motivos de inagotable discordia entre los integrantes de la sociedad nacional. A lo antes dicho se agrega la grave insuficiencia institucional que se observa en casi todos los ámbitos de la vida del país –problemas funcionales, organizacionales, ineptitud y transgresiones a la ética de la función pública, sesgo ideológico, partidismo excluyente de toda opinión alternativa, irrespeto a la ley, entre otros quebrantos–.

Dos cuestiones adicionales se agregan a la lista de imprescindibles, si se quiere que este ejercicio cívico del referéndum revocatorio adquiera verdadero sentido práctico y redunde en beneficio del país que es de todos: en treinta días, tal y como disponen las normas aplicables, en caso de éxito para los convocantes, debe proveerse una candidatura unitaria que sea capaz de imponerse en los nuevos comicios presidenciales. Y más importante aún –desde nuestro punto de vista–, debe simultáneamente producirse un gran acuerdo nacional que incorpore a todos los sectores y parcialidades políticas e ideológicas, incluidas aquellas que resultaren desfavorecidas en la consulta popular. Ese gran acuerdo es lo único que devolvería la gobernabilidad a un país en este momento ingobernable para cualquiera de las tendencias enfrentadas, como demuestran los hechos.

Si al día de hoy el definitivo derrumbe de la democracia venezolana sigue siendo una posibilidad, también lo es su apropiado rescate y consolidación –el pleno restablecimiento de la República civil–, siempre y cuando los ciudadanos –incluidos los militantes del chavismo originario– actuemos con inteligencia, asumiendo qué en la política, los pactos y alianzas son esenciales.

 

 


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