Foto EDGAR GARCÉS 

Tenía yo poco más de diecisiete años cuando abandoné la casa paterna y terminé viviendo en El Tigre, estado Anzoátegui. En ese pueblo con pretensiones citadinas fui recibido de manera espléndida por dos familias excepcionales. Una de ellas era la encabezada por Perucho y Melania de Azócar, y era ella quien llevaba las riendas de esa casa. Era una mujer espléndida, de un corazón que no le cabía en el cuerpo, generosa hasta el infinito, trabajadora incansable –que vendiendo empanadas y arepas dulces en la cocina de su humilde casita levantó a toda su muchachera–, nativa de Soro, estado Sucre, tenía ese sonsonete tan particular de esas tierras. No parpadeó para darme un rincón en su casa para que guindara una hamaca y viviera con ellos, en su casita que estaba a un costado de la iglesia Virgen del Valle.

La otra familia, los Mata Cabello, formada por Tello Mata y doña Amanda Cabello de Mata, y sus hijos Oscar, Maritza, Amandita y César, también me abrieron sus brazos y casa, que estaba en la primera calle de Pueblo Nuevo Norte. Con todos ellos tuve una relación de profundo amor y respeto, pero la camaradería que establecimos César y yo estuvo fuera de lote. Él era delgado como un alambre, andaba con una guitarra que afirmaba tocar, pero debo confesar que en realidad la rasgueaba sin mucho acierto. No tenía nada que ver con dos paisanos suyos: Sir Augusto Ramírez y José Gregorio Quijada, dos virtuosos de ese instrumento como pocos he conocido, el primero de ellos con más suerte que el otro, por quien siempre tuve una preferencia innegable, en todo momento pensé que su talento era de otro planeta.

Vuelvo a César, quien tenía cierto parecido físico a Carlos Santana, y su bigote acentuaba la similitud. Sospecho que arreaba con su instrumento en realidad para reforzar dicha semejanza. No hubo lo que no inventamos, una de esas fue cuando suplimos a un primo de su mamá, quien tenía un pequeño camión cava con el cual repartía de madrugada jugo de naranja, leche y chicha a varias bodegas y pulperías del pueblo. Ese diciembre, no puedo recordar el motivo, este señor le preguntó a mi amigo si él sería capaz de ocuparse de hacer dicho reparto por unos días porque él tenía que ausentarse. César de inmediato respondió: “Claro, mi primo, eso es pan comido para Alfredo y para mí”. Y así me vi convertido en repartidor de jugo, leche y chicha. Como era de suponer, más era lo que nos bebíamos que lo que repartíamos, y al tercer día no pudimos cumplir con la tarea por los cólicos y diarrea que teníamos.

En otra ocasión me anunció que había llegado un circo y que teníamos que ir. No sé cómo hacía César, pero siempre conseguía entradas, plata, lo que fuera. Y fuimos al circo. Recuerdo cuando llegamos a la explanada donde se había instalado la tramoya. Mi primera impresión fue desoladora cuando vi la carpa llena de remiendos, que la hacían parecer la cobija de Pedro Harapos, y peor fue cuando entramos. Un elefante llagado, dos leones esqueléticos y sarnosos, unos payasos de maquillaje corrido, una mujer barbuda a la que se le veía los retazos de peluca pegadas con engrudo a sus mejillas, un faquir de cabeza rapada y gestos ambiguos, unos enanos patizambos que toreaban un perro pastor alemán. Deprimente era poco. Sin embargo, la gente había acudido a montones y aquello se había llenado a más no poder…

Todos estos recuerdos me vienen a la memoria cuando veo a esta pandilla de miserables, quienes se tildan dirigentes revolucionarios del siglo XXI, en medio de esa chirigota que han dado en llamar elecciones. Veo a Jorge “careloco” Rodríguez y pienso en el faquir, veo a Cilia y recuerdo a la mujer barbuda, solo le faltan los retazos de peluca mal pegados a su cara; Maduro me hace recordar al elefante; Diosdado a uno de los leones; y eso que llaman dirigencia opositora, y que han sustituido con su sapiencia política el malhadado Acuerdo de Barbados, los veo en el lugar de los enanos y los payasos de maquillaje trastocado.

© Alfredo Cedeño

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