Oportuno el mes de su natalicio para estampar algunos recuerdos personales del ser humano y estadista que fue Rafael Caldera. Se trata de detalles, pensamientos y reflexiones  grabados en mi memoria, correspondientes a los años en que de alguna forma o de otra estuve directamente relacionado con el gran hombre. Mi deseo aquí es compartirlos con mis lectores, de lo que solo aspiro a que entiendan que se trata de un testimonio de mi sencilla y personal verdad.

Ingresé a estudiar Derecho en mi alma mater, la UCV, el año 1964, y uno de mis profesores en el primer año fue Rafael Caldera, donde dictaba la asignatura Sociología Jurídica. En ese entonces, los años duros del gobierno de Rómulo Betancourt, compromisarios  del Pacto de Punto Fijo, Caldera y su partido cumplían el férreo compromiso de defender la frágil democracia recién instaurada. Se desempeñaba como presidente de la Cámara de Diputados del Congreso de la República, una tarea que implicaba en aquel entonces tino, paciencia, dedicación y sentido de responsabilidad, que Caldera cumplió con creces, junto al hecho de ser el secretario general de su partido, Copei. Pese a la complejidad de su dedicación a la política, Caldera no dejó de asumir puntual y dignamente su rol de profesor. Su clase comenzaba a las 7:00 am, ponía un relojito sobre su escritorio y dictaba cátedra en un tema que dominaba con maestría. Prohibía fumar en el aula recuerdo, en una época en que la extensión del vicio era ampliamente tolerada por la sociedad. Para los estudiantes socialcristianos de esa época Caldera era nuestro líder natural e indiscutible; en los encuentros con nosotros, la juventud demócrata cristiana universitaria, insistía en la importancia de nuestros orígenes, enfatizando la relevancia de la UNE, organización estudiantil universitaria nacida el año 1936.

Por varios lustros dejé de ver a Caldera, quien a los pocos años fue electo presidente de la República, gobierno al que se incorporaron algunos de los jóvenes con los que había compartido mis años universitarios. Abandoné muy pronto la política como práctica y me dediqué a estudiar la política como ciencia, bajo la dirección del maestro Manuel García-Pelayo, tanto como docente e investigador, pues esta fue siempre mi verdadera vocación y profesión. Tuvo que llegar el año 1988 para reencontrarme con mi recordado profesor. Presiento que vivía momentos difíciles, pues en tiempo reciente había sido derrotado en la nominación presidencial de su partido por su discípulo más directo. En ese entonces yo me desempeñaba como asesor en la Organización Demócrata Cristiana de América, ODCA, a cuyo secretario general, Hilarión Cardozo, solicité autorización para invitarlo a dictar la lección inaugural de un seminario sobre el Estado en América Latina, lo cual aceptó sin problemas. Ya antes había asistido personalmente al bautizo de mi libro sobre Copei, lo cual mucho le agradecí. Lo cierto es que Caldera al poco tiempo me invitó a colaborar como asesor en la comisión designada por el Congreso para debatir y proponer una reforma de la Constitución. Su primer asesor, José Guillermo Andueza, no asistió los primeros meses a la comisión, dados sus compromisos docentes, lo cual contribuyó a que pudiera  participar más activamente en las tareas encomendadas. De esa experiencia junto a Caldera saqué unas primeras conclusiones: ante todo disciplinado y organizado, la misión encomendada la asumió con seriedad, entregado el informe final luego de una amplia consulta con sectores representativos del mundo político, la sociedad civil y la academia; deseo también destacar que Caldera, abierto al  diálogo y nunca impositivo, escuchaba con interés y respetaba los puntos de vista de los comisionados, para al final realizar una síntesis lo más armónica posible de lo debatido, lo cual no era óbice para plantear sus propios puntos de vista, lo que hacía con pasión pero sin atropellar ni mucho menos las opiniones contrarias. Esto confirmaba lo que había alguna vez leído de unas declaraciones de Luis Herrera Campins, donde en el mismo sentido antes expuesto, sostenía que Caldera manejaba con destreza las reuniones de la dirección nacional del partido.

Caldera nuevamente presidente me invitó a dirigir la Copre, lo cual acepté sin vacilación. En su segunda presidencia tuve la ocasión de comprobar un juicio escrito por Ramón Velásquez, un conocedor como pocos de la historia política venezolana: Caldera le dio a la institución presidencial una dignidad y una prestancia única y sobresaliente, a lo que se agregaba el respeto riguroso de su apretada agenda, que cumplía con denuedo y escrupulosamente desde las primeras horas de la mañana hasta las tardías horas de la noche. Conmigo y con los comisionados, que eran sus comisionados presidenciales, fue siempre deferente; le informaba de nuestras actividades quincenalmente, me hacía juiciosas recomendaciones y atendía nuestras peticiones con la naturalidad de su forma de ser.

En ocasiones donde tuve la oportunidad de apreciar sus reflexiones, me comentaba lo difícil que era gobernar a Venezuela, cuya historia política había estudiado a fondo, lo que me hacía recordar la anécdota del “cuero seco” al que alguna vez se refirió Guzmán Blanco.  Caldera fue un jurista cabal, creía en el Estado de derecho, creía en la Constitución, y por añadidura sostenía que el esfuerzo por guiar la política a través del derecho era una tarea necesaria en nuestra formación ciudadana. Comprobé el aserto cuando le pregunté sobre la actitud y decisión a tomar si el Congreso al inicio de su segundo mandato se empecinaba en impedir la declaratoria del estado de excepción que el presidente reclamaba como necesario. Me contestó con franqueza: no habría tenido otra alternativa que renunciar al cargo.

La cortedad que me he impuesto al escribir este artículo me impide abordar otras experiencias en mi relación con Caldera, lo que no me niega concluir que su figura política encaja en la “ética de la responsabilidad”, sobre la cual escribió señeras palabras el eminente sociólogo Max Weber, que ordena tener en cuenta las consecuencias de las  acciones y decisiones por parte del  hombre político, sin negar, sino más bien complementarse con la “ética de la convicción”, que atiende a los valores, los principios y las convicciones. Caldera unió armoniosamente ambas “éticas”, un ejemplo que estoy seguro valorarán en grande, una vez aquietadas las pasiones del presente, las generaciones del futuro.


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