Hoy es día de san Lucas Taumaturgo, llamado también «el joven», e igualmente de los santos Crisol, Moisés y Angulo. De Moisés y Crisol tengo pocas noticias; de Angulo, ninguna, pero aún recuerdo procaces consonancias escuchadas en la escuela y el liceo cuando maestros y profesores mencionaban ese apellido al pasar la lista. En cuanto al Lucas, eremita, estilita y levitante, no debe este ser confundido con el  evangelista presuntamente muerto de hambre y harto de aquello, consagrado en redondilla postrera de Las Celestiales, apócrifa, como todas las  cuartetas compiladas y apostilladas por Iñaki de Errandonea, S. J., en ese libro catalogado de sacrílego por la Iglesia y achicharrado  cual  Judas de trapo un Domingo de Resurrección, a instancias de   beatas y santurrones intolerantes cual el iracundo e inflexible fraile dominico Girolamo Savonarola, quien, un 7 de febrero, también domingo, pero de 1497, encendió y avivó la inicuamente célebre «Hoguera de las Vanidades», incinerando miles de libros, obras de artes (entre ellas obras de Botticelli), instrumentos musicales y otros objetos tenidos de pecaminosos en su retorcida sesera.  Seguramente, nuestro irreverente compilador, ¿alter ego de Miguel Otero Silva?, presintió un escándalo y previendo otro bibliocausto se lanzó un mea culpa: «Al cielo pido perdón/ por tantas cosas malucas/ y muero sin confesión/ ¡cómo se murió San Lucas!».

Febrero no es la imaginaria y estelar manada  de  incorpóreos e impalpables paquidermos de Blacamán, como escribí la pasada semana,  plagiando sin querer queriendo a García Márquez, sino  un mes cojitranco abundoso en motivos de conmemoración religiosa, y, en Venezuela, pródigo en acontecimientos profanos, atroces o ignominiosos, consumados  por  pícaros, canallas y villanos, sacralizados en una historia revisionista, cuya relación del acontecer pasado responde a la necesidad del poder populista (no popular) de exhibir una épica patriotera y falsaria, orientada a  inocular con ideología revanchista a un hipotético hombre nuevo. Tratando de descifrar mensajes ocultos en el piar de pajaritos y el graznido de pajarracos en estado de gravidez, transmigraciones ornitológicas de quien nos los dejó de propina, a ver si adivina cómo enderezar las ramas del torcido árbol de las tres raíces, Nicolás Maduro debió atosigarse con los aniversarios de dos hitos claves en el amojonamiento de esa epopeya postiza.

El primero de esos señeros jalones fue el natalicio de Ezequiel Zamora (1/02/1817-10/01/1860), pulpero, prestamista y tratante de esclavos, antipaecista y monaguero, venido a más en virtud de las majaderías y devaneos intelectuales de agraristas sin santo patrono e historiógrafos marxistas (Brito Figueroa, entre otros), quienes lo convirtieron sin fundamentos en precursor del zapatismo y le acreditan un ideario ñangaroso avant la lettre. A este «valiente ciudadano» —así bautizado en 1859 por el ayuntamiento de Barinas en deplorable acto de adulación municipal—, dedicó, sin recato ni rubor, torrenciales e hiperbólicas chácharas el locuaz redentor de Sabaneta. El segundo, la traicionera comedia de errores devenida en tragedia pésimamente interpretada el 4 de febrero de 1992 por 4 comandantes indebidamente indultados, con la  pretensión de perpetrar un quítate tú pa’ ponerme yo y  asesinar a un presidente elegido con holgadísimo respaldo en libérrimos comicios —el mayor registrado en las votaciones realizadas en los 40 años de la mal llamada cuarta república—, mediante una ejecución sumaria al «revolucionario» estilo bolchevique, fusilando no más, si llegaban a apresarles a Carlos Andrés Pérez, a su esposa y a sus hijas. Día de la Dignidad han tenido las bolas de llamar los pesevucos a la proterva fecha de esa aviesa asonada, sin parar mientes en las muertes ocurridas en el violento desconocimiento de la Constitución. De acuerdo con la poshistoria chavista se trató de una «insurrección desde la izquierda» y, por tanto, inobjetable. ¡Yo te aviso tovarich Nicoláyevich!

43 muertos y más de 800 heridos y miles de detenidos fue el saldo de la salvaje represión desatada hace 7 años por el dicta(ma)duro régimen militar en ocasión de las protestas del 12 de febrero de 2014, cuando se cumplían 200 años de la batalla de La Victoria. La masiva movilización de alcance nacional y marcado acento juvenil y estudiantil, abanderada por Leopoldo López, Antonio Ledezma y María Corina Machado, planteaba «la salida» del metro-mandante, sin pasar por el GO de un revocatorio previsiblemente diferido ad æternum, y puso al desgobierno al borde de un ataque de nervios y a disparar a mansalva contra los indefensos manifestantes. El 2 de febrero de 2019, gentes de todas las edades, condición y credo salieron sin miedo a las calles para ratificar a Juan Guaidó como presidente (e) de la República. La oposición se ha calado el oprobio rojo a lo largo de 21 años; sin embargo, un sector de ella se impacienta y se desmarca del interinato, reclamando estrambóticos resultados, como si nada valiesen los apoyos concitados en estos últimos 2 años. Resultan ridículos sus alegatos, pero se aferran a ellos porque se cansaron de jugar en desventaja, y ansían lamer algunas botas, perdón, gotas de miel burocrática; en sus desatinos y despropósitos, nos retrotraen a situaciones superadas, esforzándose en reeditar el capítulo de las fútiles rondas de asimétricas negociaciones entre un gobierno ilegítimo e intransigente y una disidencia mendicante. Ahora les tientan las elecciones de mandatarios regionales y municipales.

Hasta donde podemos apreciar no han cambiado las elecciones objetivas (menos aún las subjetivas) sobre las cuales se sustentó la abstención en los comicios parlamentarios de diciembre. ¿Si no era aconsejable sufragar entonces, pues se validaba un fraude cantado de antemano por el general Padrino, por qué ahora se propone lo contrario para unas de antemano entrampadas elecciones de gobernadores? La contra Guaidó, es decir, la dirigencia adversa a la usurpación en el papel y financiada por ella, de seguro tiene una respuesta mecánicamente estructurada con falacias, difíciles de tragar e imposible digerir. Los demagogos son diestros en emitir juicios aparentemente verdaderos, pero, en el fondo, falsos de toda falsedad. Tales argucias son –en manos o, mejor dicho, en boca de charlatanes– un arma terrible, sobre todo cuando se apela a la presunta superioridad moral o intelectual de una autoridad a partir de la cual se elabora el razonamiento discursivo (ad verecundiam), la incuestionable razón del pueblo (ad populum) o, simple y llanamente, a las emociones (sofisma patético). Con esa quincallería argumental se defienden o disputan resquicios deliberadamente abiertos, a fin de satisfacer las mezquinas apetencias de bueyes cansados, cadáveres insepultos y otros especímenes del decadente zoológico del oportunismo, cual los agrupados en torno a la periclitada mesita. Y si los partidos son, como sostiene Carlos Blanco, instituciones hechas para la vida democrática, impensable sin alternancia y, por ende, sin elecciones, debemos no cuestionar su vigencia, mas sí reformular su rol en una sociedad amenazada con la implantación de un Estado comunal, en el que los órganos deliberantes serían reemplazados por asambleas comunitarias a la usanza soviética, y el voto secreto, directo y universal por la mano alzada de los asambleístas comunitarios. Y esto no es maquillaje ni camuflaje retórico. Se nos amenaza con una ruptura estructural del contrato social. Maduro quiere e impulsa esa «revolución en la revolución»; empero, la realidad impone otros rumbos y quizá tenga razón el exministro de industria Víctor Álvarez y el socialismo chavista esté virando —Sou viramundo virado/ Nas rondas da maravilha, cantaba María Betania en carnavales cariocas—, a la chita callando, hacia el capitalismo salvaje, porque, ¡ay mamá!, la múcura está en suelo y Maduro no puede con ella y su incompetente administración no sabe cómo sostener empresas en bancarrota, incapaces siquiera de facturar para pagar sus nóminas. De la boca hacia afuera, el zarcillo muestra disposición a cambiar la careta socialista por la máscara capitalista, pero, ya se sabe, loro viejo no aprende a hablar y aunque la mona se vista de seda… Acaso le haya llegado asimismo a la oposición democrática el momento de abandonar las trochas de la vieja política y comenzar a transitar el sendero de la autocrítica y la reflexión; de la concordia y la renuncia al síndrome del yo y mi partido, mi partido y yo, a objeto de concretar todos a una la  ansiada, anhelada, necesaria y postergada alianza unitaria, y poner fin a un culebrón demasiado largo. «El Grupo Internacional de Contacto, el mismo Josep Borrell, la Unión Europea y diversos actores de la comunidad internacional están haciendo ese llamado a la oposición de unirse. El mosaico opositor en Venezuela es muy grande, muy amplio y ningún grupo representa al otro». Con esta opinión de Indira Urbaneja, activista del chavismo sin Maduro vinculada a la ONG Reunificados, podría poner punto final a mis divagaciones de hoy; prefiero, no obstante, hacerlo con un reclamo de las desaparecidas comparsas de negritas: ¿¡a qué no me conoces!?


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