El descenso del régimen nicaragüense a las profundidades del autoritarismo tiene un largo recorrido, con momentos de aceleración a medida que el gobierno de Daniel Ortega ha perdido legitimidad, legalidad y temido por su continuidad. Aún en condiciones electorales cada vez más adversas para la oposición, recurre a todos los medios con el fin de imponer su cuarta elección presidencial consecutiva o la elección de su esposa y actual vicepresidente. La deriva autoritaria ya estuvo presente en las maniobras reeleccionistas de 2011 y 2016, avanzando con decreciente disimulo en el control de todos los poderes, incluido el del Consejo Electoral, con cambios constitucionales y legales que fue fraguando a la medida del control absoluto del poder.  Las restricciones a los partidos opositores, el asedio a los medios de comunicación independientes y a las organizaciones de la sociedad civil han sido objetivos prioritarios de la represión gubernamental que ahora se manifiesta sin disimulo alguno, ni siquiera en la legislación hecha a la medida de las necesidades de control absoluto del régimen. Las dos decenas de apresamientos en menos de un mes incluyen cinco posibles candidatos a las elecciones presidenciales de noviembre, dirigentes de organizaciones sociales, periodistas, empresarios y antiguos camaradas del sandinismo. Nadie está a salvo del poder que se concentra, personaliza y corrompe.

Lo que añade peso a las detenciones recientes es que son parte de una larga secuencia de erosión de los derechos humanos, la democracia y el Estado de Derecho. Secuencia que desde 2016 se aceleró y pasó de la erosión a la demolición, a la vez que evidenció la insensibilidad ante la población golpeada por más de tres años de contracción económica y, desde mucho antes, por la corrupción y el desconocimiento de derechos, incluido el de exigir rendición de cuentas y elecciones libres.  A la magnitud de las protestas más grandes y recientes —masivas entre abril y mayo de 2018, sofocadas con una represión que no cesa— se han sumado los efectos empobrecedores de la mal atendida pandemia, pero también los accidentados pasos, pero pasos al fin, de concertación opositora. Estos son los dos desafíos más importantes al control autoritario: la protesta social y la posibilidad de concertación opositora.

Con el paso del tiempo se corre el riesgo de olvidar lo complicadas que fueron las transiciones nicaragüenses, tras la caída de Somoza y después de la derrota electoral de los sandinistas. La construcción de democracia, sin memoria histórica cercana, exigía muchos empeños nacionales y, a no dudarlo, apoyo internacional. La Revolución Sandinista, luego de poner fin al régimen somocista, se instaló en el gobierno en 1979 como Junta de Reconstrucción que dio paso a la presidencia de Daniel Ortega, ganada en las elecciones, 1984. Ortega gobernó en medio de la continuación del conflicto armado interior, tan complejo por los apoyos externos al régimen y a la “Contra” así como por sus ramificaciones regionales. Pese a lo complicado que parecía que hubiera elecciones con posibilidad real de alternancia en un país polarizado y con un gobierno literalmente atrincherado en el poder, se logró la conjunción del esfuerzo político de coordinación democrática con el del apoyo internacional. Así se realizaron elecciones mínimamente competitivas y el triunfo de Violeta Barrios de Chamorro tomó por sorpresa al sandinismo. Ganó con 55% de los votos como candidata de una coalición de catorce partidos (la Unión Nacional Opositora) en medio de una muy concurrida participación electoral (86%). No sobra recordar que esa fue solo una parte de la faena: para asegurar el traspaso ordenado y pacífico del poder y la gobernabilidad fueron necesarias negociaciones y acuerdos -acompañados y respaldados internacionalmente- con los sandinistas y con los rebeldes antisandinistas. Hubo allí importantes concesiones del gobierno de Chamorro en los ámbitos militar y económico que, en su momento, se presentaban como ineludibles para garantizar gobernabilidad en un país polarizado, con diez años de guerra a cuestas, una institucionalidad deshilachada, una sociedad empobrecida y una economía en profunda recesión. En adelante el margen de maniobra del nuevo gobierno no sólo se vio limitado por esas condiciones iniciales y su aprovechamiento por el sandinismo, sino por la fragmentación de la coalición democrática que le daba sustento. Así de temprano comenzó la regresión. Las elecciones ganadas frente a Ortega en 1990 fueron un hito importante, pero no el único a recordar: lo fueron, tanto o más, la necesidad de acuerdos de transición y las dificultades para velar por su cumplimiento, así como —valga repetirlo— la rápida fragmentación de la coalición gubernamental.

El retorno electoral de los sandinistas al poder en 2007 fue facilitado por el pacto de 1999 entre el entonces presidente Arnoldo Alemán y Daniel Ortega. Entre sus acuerdos estuvieron los cambios en el sistema electoral que, entre otras transacciones, bajaron el umbral de votos necesarios para ganar la presidencia. Tan o más importantes fueron la escalada de la corrupción que implicó al propio Alemán y la división del voto opositor que él mismo propició. La persistencia de esa división y la valoración de las mejoras en la situación económica por encima de la legalidad favorecieron los votos por la reelección de Ortega en 2011. Cinco años después, violentando nuevamente los límites constitucionales, se presentó y ganó la segunda reelección con su esposa como vicepresidente, en un proceso marcado por el control personalista del poder, la intervención judicial del principal partido opositor, la abstención y la ausencia de transparencia y de observación electoral independiente. El alejamiento y descalificación de las instancias internacionales de observación y escrutinio por el régimen no ha impedido que la crisis nicaragüense reciba atención internacional, pero la necesaria incidencia internacional democrática ha sido poco coordinada y consistente, particularmente desde Latinoamérica.

La estrategia internacional de Ortega ha sido francamente oportunista. Así lo ilustran, por un lado, los vínculos con autoritarismos afines, regionales y extracontinentales —como Rusia y China—, acompañados por el fluir de recursos de la petrodiplomacia venezolana; por el otro, la participación en los acuerdos comerciales de Centroamérica con Estados Unidos, de Asociación con la Unión Europea, además del cultivo de la cooperación y los negocios con Taiwán. Esos equilibrios le permitieron en buena medida, hasta antes de su segunda reelección, avanzar en el control del poder a expensas del estado de derecho y la democracia sin generar mayores reacciones internacionales. Los cuestionamientos a la legalidad y la legitimidad que se multiplicaron desde entonces pasaron a escala mayor desde abril de 2018. La violencia represiva sin precedentes fue documentada en los meses siguientes por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes. La supresión de libertades y violación de derechos no ha cesado, como lo refleja la constancia y consistencia de los informes, las evaluaciones, denuncias y demandas por parte de organizaciones no gubernamentales e instancias internacionales de protección de derechos humanos. Esos escrutinios y sus exigencias contrastan con la dificultad de los acuerdos intergubernamentales democráticos para pronunciarse y moverse en concierto, particularmente en Latinoamérica.

Entre los obstáculos a mayores compromisos con la defensa de los derechos humanos se encuentran las prioridades impuestas por las emergencias nacionales y los intereses gubernamentales. Pero tan o más importantes son los compromisos internacionales entre gobiernos afines, en orientaciones y -más que en la defensa del principio de no intervención- en el interés en mantener fuera del escrutinio internacional sus propias acciones u omisiones, actuales o potenciales. Es lo que se leía en la extensa argumentación del rechazo del representante venezolano a la Resolución del Consejo Permanente de la OEA de julio de 2018 y, si bien en otra escala, en la reciente justificación de la abstención de México y Argentina ante la comedida Resolución del pasado 14 de junio. De allí, precisamente, la importancia de alentar a los foros internacionales y las organizaciones no gubernamentales centrados en la defensa de los derechos humanos, así como a los medios de comunicación independientes, para sostener el seguimiento, la documentación y la denuncia que mantienen a la vista y hacen internacionalmente costoso a los gobiernos el silencio o la justificación de la barbarie.

 


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