Volver sobre el pasado es algo natural en todos. Pareciera que tenemos la necesidad de poner cada cosa en su lugar, de atar cabos sueltos y ordenar esos retazos de vida que convergen en el momento presente que intenta comprender la propia historia cada tanto tiempo. A veces los recuerdos aparecen tras el estímulo de algún suceso o encuentro fortuito y a veces nos concentramos en recordar conscientemente momentos concretos. Sea como sea, pienso que siempre hay algún móvil que despierta esos instantes acallados por el paso de los años y la velocidad de la vida, pues aunque están resguardados en la intimidad, ameritan de un estímulo para volver, así como de un espacio de silencio para revivir en nosotros.

Esto es justo lo que sucede cuando recordamos: resucitan emociones pasadas con la intensidad con que fueron experimentadas, bien fuesen tristes o felices, pues más que una imagen, el recuerdo es vida. Tal vez por eso recordar es ciertamente volver a vivir. Se dice, sin embargo, que tendemos a recordar con más frecuencia los buenos momentos: esos que fomentaron en nosotros alegría y cuyo solo recuerdo vuelve a fomentarla. La razón es quizás que el hombre desea en lo más íntimo ser feliz y busca estímulos que lo motiven a más, precisamente en estos recuerdos donde abundó la vida alguna vez. Esto no significa que no recordemos eventos traumáticos o muy tristes. Por supuesto que lo hacemos, pues en la vida hay tristezas y alegrías, pero está visto que la tendencia universal es recordar los buenos momentos.

Se deduce que si sobreabundan los malos es porque tal vez domine la tristeza. Si se ha vivido algo muy traumático o fuerte es lógico que el recuerdo irrumpa con frecuencia afectando la cotidianidad, pero justo por eso se hace necesario hurgar en la memoria para hacer renacer los momentos de felicidad que hay siempre en toda vida, para que no se imponga el pesimismo. Y con él, el sinsentido de la vida. Se entiende que ante la mucha adversidad el hombre pueda sentir graves bajones a lo largo de su historia personal, pero traer a la memoria los instantes de alegría, esos en los que probablemente sentimos un profundo deseo de vivir o hacer algo concreto, es de gran ayuda para impulsarnos de nuevo.

Recordar los instantes de felicidad no lleva a evadir lo que nos hace sufrir. Lo doloroso es una realidad y hay que considerarlo, enfrentarlo, para lograr superarlo o sobrellevarlo de la mejor manera posible, pero centrarse en ese foco de vida que impulsa a alegrarse nos ayudará a sacar fuerzas para transitar nuestros días.

El estímulo más intenso es el amor: a una persona, a la creación de algo nuevo en lo que nuestra donación es esencial, a un ideal por el que vale la pena vivir, a Dios, a los hombres, a la vida misma. En el fondo de la alegría late la esperanza por algo mejor, lo que explica que en momentos duros cualquier hombre necesite de proyectos que le ilusionen, pues la tristeza paraliza, seca. Por eso recordar lo bueno, crear momentos que nos alegren y ayuden a otros a experimentar la alegría, será siempre el gran impulso para creer que la vida tiene un sentido que trasciende lo que nos hace sufrir.

Pienso que los momentos dolorosos son tiempos de poda en la propia vida, una purificación que nos obliga a adentrarnos en nosotros mismos para llevarnos a descubrir la sencillez en la que radica la verdadera felicidad. A veces, cuando se sufre, los recuerdos que nos inundan son los de momentos muy sencillos en los que éramos felices y estuvimos particularmente en paz. Momentos que, ante el dolor, ponen de relieve la gracia que contenían y que tal vez no advertimos entonces en su justa medida. Es de esa fuente, de esos instantes, de donde se saca el impulso para creer que es posible ser feliz.

Recordar lo bueno puede resultar difícil cuando hay que asimilar situaciones duras, pero es justo ahí cuando se hace más necesario, pues esos son los instantes que ayudan a comprender, con el tiempo, que “no hay mal que por bien no venga”.

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