Auspiciar el quiebre de lo que ha sido constitucionalmente designado como “gobierno interino” –el que con todos sus defectos y fallas logró el importante y todavía imprescindible reconocimiento de más de sesenta países integrantes de la comunidad de naciones democráticas–, exterioriza el desatino de una exigua dirigencia política –la del llamado G4, para ser más precisos–, algunos de cuyos más conspicuos exponentes ahora pretenden no solo erigirse en nuevos cabecillas de la oposición frente al régimen, sino además repartirse presuntas cuotas de poder en un país abatido por la sinrazón de quienes solo piensan en sí mismos. Concretar esa intención, sería un desacierto mayúsculo que los reputaría como menesterosos de la política, en nada comparables a los hombres que construyeron y afianzaron el proceso democrático iniciado en Venezuela desde 1936 con el general López Contreras y que después de señalados errores y aprendizajes, rectificó y se afirmó en 1958 en el célebre Pacto de Punto Fijo.

Hoy más que nunca es preciso repensar la política –entendida y para recordar la prédica de José Rodríguez Iturbe, como desprendido servicio–, con el determinado propósito de hacerla mejor. Sólo un político éticamente mejorado –nos dice– “…podrá hacer de su quehacer algo que contribuya al desarrollo perfectivo de la sociedad y de las sociedades y personas que la integran…”. Necesitamos una dosis redoblada de honestidad, de sabiduría popular, de espíritu público y sobre todo de humildad, tanto en el mundo de los actores políticos de la hora actual, como entre los analistas y aspirantes a crear opinión que redunde en beneficio del país; esto último también vale para el ciudadano común que se expresa de manera diversa y periódicamente acude a los procesos electorales a consignar su resolución. Criticar a los demás es cosa fácil para quienes no son capaces de ver “la viga” que llevan en el ojo propio. La reivindicación de que hablamos debe alcanzar a todos los sectores de la sociedad y no solo a las cúpulas de los partidos y sus voceros acreditados.

En días recientes hemos asistido una vez más al circo pedestre –así le hemos adjetivado en anteriores entregas a este mismo espacio– de la política venezolana de nuestros días aciagos; nos referimos específicamente al medroso proceso electoral cumplido el 21 de noviembre próximo pasado y sus ignominiosas secuelas. Por un lado encontramos a un régimen que desconoce los postulados del Estado de Derecho, que es definitivamente incapaz de estabilizar al país, de arbitrar las necesidades básicas de la población, de reconocer sus imperdonables errores y menos aún rectificar en beneficio del sosiego social que se ha perdido –tanto como el orgullo nacional  mancillado por el renovado irrespeto al fuero institucional–, y por el otro tropezamos con una oposición desarticulada en su misma esencia, efectuada por dirigentes que –salvo honrosas excepciones– han incurrido en numerosas flaquezas morales, en despropósitos y faltas reiteradas que contribuyen poderosamente a la crisis que nos envuelve.

Las alianzas y acuerdos que exige el ejercicio de la política no pueden ser para perpetuar ventajismos desvergonzados de quienes se han beneficiado a costa de la destrucción del país –en ello van igualmente esos inventos de “empresarios” que han surgido y se enriquecen a la sombra de la corrupción y que tarde o temprano tendrán que rendir cuentas por sus continuadas fechorías–. Urge como en tantas otras cuestiones agrupar a los venezolanos de buena voluntad alrededor de una dirección política renovada sobre bases éticas y actuaciones inteligentes –en este momento y por más novelesco que parezca, no sería para nada inteligente desmontar el gobierno interino–. No se trata ni de buscar culpables ni menos aún desalentar la transición democrática qué a pesar de sus humanas deficiencias, sigue siendo una esperanza para un país exhausto; naturalmente, deben corregirse las fallas, exigir las responsabilidades a que hubiere lugar y reforzar aquellas actuaciones y personas que merecen respeto. Mantener la institucionalidad constitucional y democrática que ha sido reconocida por la comunidad de naciones, es un imperativo de los tiempos y circunstancias que estamos viviendo.

La impaciencia y la indignación que con sobradas razones manifiestan muchos marchantes, votantes y migrantes venezolanos de los últimos lustros, no deben empañar la serena perspectiva de quienes siguen teniendo la potestad ciudadana para emplazar al liderazgo llamado a asumir el estandarte de la soberanía nacional. El desgano de la ciudadanía ante las convocatorias que ha venido haciendo últimamente la oposición política, no es simple muestra de descontento, antes bien, se traduce en exigencia de cambio –de reconsiderar la política–. La dirigencia –si tuviere genuina vocación de servicio– no puede menos que acatar ese veredicto; el venezolano común sufre y espera mucho más de quienes lideran estos procesos de cambio político. Y en todo ello va implícita la necesaria reconciliación nacional que debe erigirse sobre el respeto y la tolerancia recíprocas.

 

 


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